En las polvorientas calles de Ciudad Juárez, una metrópoli fronteriza que ya lidia con violencia, pobreza y migración, se desata una epidemia silenciosa pero voraz: la sobrepoblación de perros callejeros. Lo que debería ser un problema manejable se ha convertido en un caos descontrolado, con estimaciones que oscilan entre 400 mil y 800 mil caninos vagando sin rumbo, superando en algunos cálculos la mitad de la población humana de la ciudad.
Esta no es mera casualidad, sino el reflejo de una negligencia crónica por parte de las autoridades locales, que prefieren parches superficiales a soluciones estructurales. Mientras los juarenses conviven con manadas agresivas y riesgos sanitarios latentes, el Ayuntamiento y la Dirección de Ecología se limitan a campañas esporádicas que apenas arañan la superficie del problema.
La magnitud de la crisis canina en Juárez es alarmante y contradictoria en sus cifras oficiales, lo que ya de por sí denuncia la falta de un censo riguroso. Según datos de 2022, se estimaba una población total de alrededor de 300 mil perros, de los cuales el 70% —unos 210 mil— deambulaban en situación de calle. Sin embargo, proyecciones más recientes elevan la cifra a casi un millón de perros en total, con entre 700 mil y 800 mil sin dueño, convirtiendo a Juárez en la «Ciudad de los Perros» donde los caninos callejeros superan a sus contrapartes domesticadas.
Estas disparidades no son inocentes: revelan un subregistro deliberado o incompetencia en el monitoreo, permitiendo que el abandono se multiplique exponencialmente. Factores como la crisis económica post-pandemia y la cultura de tenencia irresponsable —donde las mascotas se adquieren por capricho y se desechan como basura— alimentan este monstruo, pero las autoridades, en lugar de invertir en educación masiva, optan por ignorar las raíces del mal.
Los problemas que estos perros callejeros generan son multifacéticos y devastadores, trascendiendo el mero fastidio para convertirse en amenazas reales a la salud pública y la convivencia social. En primer lugar, el riesgo sanitario es inminente: estos animales transmiten zoonosis como la rabia, rickettsia y parásitos que afectan a humanos, con mordeduras que dejan secuelas psicológicas, incapacidades físicas y, en casos extremos, muertes evitables.
Imaginen colonias enteras respirando heces infecciosas o enfrentando manadas territoriales que atacan a niños y ancianos, como se reporta en fraccionamientos como Misiones de Creel. Ambientalmente, contribuyen a la contaminación con desechos que obstruyen alcantarillas y atraen plagas como garrapatas, exacerbando brotes de enfermedades vectoriales.
Socialmente, esta plaga es un espejo de la indiferencia juarense: el sacrificio masivo en perreras —donde solo uno de cada diez perros es reclamado— normaliza la crueldad, mientras el envenenamiento clandestino por «solucionadores» independientes agrava el ciclo de violencia. ¿Y las autoridades? Silencio cómplice, priorizando presupuestos para obras vanas sobre la vida animal y humana.
Las «soluciones» implementadas por las autoridades locales son un catálogo de buenas intenciones fallidas, un teatro burocrático que critica más por omisión que por acción. La Dirección de Atención y Bienestar Animal (DABA) presume de rescates y campañas de esterilización, como las jornadas que castraron 2 mil 320 perros desde abril de 2024, o las masivas sextas y séptimas ediciones promovidas por el Ayuntamiento.
Leyes como el Reglamento para la Protección de Animales Domésticos de 2007 y la Ley de Bienestar Animal de Chihuahua existen en papel, obligando a dueños a vacunar, esterilizar y registrar mascotas, con multas teóricas por abandono. Sin embargo, ¿dónde está la aplicación? La perrera municipal, reactivada a medias, sigue sacrificando en secreto, y las fumigaciones contra garrapatas son anécdotas aisladas en centros comunitarios. En 2025, con reportes de un aumento alarmante en colonias como las del norte de la ciudad, el alcalde Cruz Pérez enfrenta llamados urgentes a programas masivos de esterilización, pero responde con promesas vacías. Esta inacción no es inocua: perpetúa un ciclo donde el 70% de los perros mexicanos —y por ende juarenses— terminan en la calle, según estudios de la UNAM y Boehringer Ingelheim. Críticamente, estas medidas ignoran propuestas innovadoras, como apps de geolocalización para reportes y adopciones, o educación en escuelas para fomentar tenencia responsable, optando por el statu quo que beneficia a nadie salvo a los indolentes en el poder.
En conclusión, la población canina de Juárez, con su legión de callejeros, no es solo un problema de animales; es un síntoma de una sociedad y un gobierno desconectados de la empatía y la responsabilidad. Mientras las autoridades se regodean en cifras infladas de castraciones, la realidad muerde: miles de perros sufren y miles de humanos pagan el precio en salud y miedo.
Es hora de exigir no parches, sino una revolución: inversión real en albergues éticos, sanciones drásticas al abandono y una cultura que valore la vida más allá de lo humano. De lo contrario, Juárez tendrá otro baldón más, su plaga olvidada, un legado de negligencia que mancha a todos.



