Primero de noviembre, en pleno Festival de las Velas —una celebración tradicional del Día de Muertos en la plaza principal de Uruapan, Michoacán—, el alcalde de la ciudad, Carlos Alberto Manzo Rodríguez, fue asesinado a balazos por un comando armado. El ataque ocurrió alrededor de las 20:10 horas, en un evento masivo con miles de asistentes, donde Manzo inauguraba las actividades festivas. Videos difundidos en redes sociales capturan el pánico de la multitud huyendo ante los disparos, mientras el edil era trasladado de urgencia al Hospital Fray Juan de San Miguel, donde falleció poco después. Este crimen, que dejó dos personas detenidas y una abatida en el lugar, no solo conmocionó a la nación en un día simbólico de recordación de los muertos, sino que reavivó el debate sobre la fragilidad del Estado mexicano frente al crimen organizado. Manzo, quien asumió el cargo en septiembre de 2024, se había posicionado como un líder valiente al denunciar públicamente la inseguridad en Uruapan, patrullando zonas conflictivas y exigiendo apoyo federal contra la violencia.
Uruapan, conocida como la «capital del aguacate», es un municipio emblemático de los conflictos armados entre carteles en México. Michoacán ha sido escenario de disputas sangrientas por el control de rutas de narcotráfico y la extorsión al sector agropecuario durante más de una década. Grupos como los Cárteles Jalisco Nueva Generación (CJNG) y La Nueva Familia Michoacana han convertido la región en un polvorín, con Uruapan como foco de «huertos calientes» donde productores son víctimas de cobros de piso y secuestros. El asesinato de Manzo se inscribe en esta dinámica: el arma utilizada en el atentado ha sido ligada a agresiones previas entre facciones delictivas, según las indagatorias iniciales de la Secretaría de Seguridad.
Manzo, militante de Morena, no era ajeno a estas tensiones. En junio de 2024, antes de su posesión, lideró patrullajes en áreas de alto riesgo junto a autoridades locales, y en múltiples ocasiones urgió al gobierno federal a intervenir contra la impunidad. Su muerte se suma a una oleada reciente de violencia política en México: apenas una semana antes, el líder agrícola Bernardo Bravo fue ejecutado por denunciar agresiones a campesinos; y en lo que va del año, al menos tres alcaldes más han sido asesinados en el país por motivos similares. Este patrón evidencia una estrategia de los carteles para silenciar a quienes desafían su hegemonía territorial, exacerbando la vulnerabilidad de funcionarios locales en zonas de alta conflictividad.
Implicaciones inmediatas
El asesinato de Manzo tiene implicaciones profundas en el plano político. Como alcalde de un bastión morenista, su muerte representa un golpe simbólico a la Cuarta Transformación, que prometió combatir la corrupción y la inseguridad «de raíz». Sheinbaum condenó el crimen con «absoluta firmeza» y reveló que Manzo contaba con protección federal de la Guardia Nacional, lo que cuestiona la efectividad de estas medidas. El secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, prometió «no habrá impunidad» y anunció que las líneas de investigación incluyen posibles vínculos con disputas cartelera, pero la rapidez del ataque —en un evento público con escolta— expone fallas en la inteligencia y protocolos de seguridad.
Políticamente, ha desatado un torbellino de acusaciones. Opositores como el PAN y el PRI han exigido la renuncia del gobernador Alfredo Ramírez Bedolla (también de Morena), acusándolo de negligencia al ignorar alertas previas de Manzo sobre el avance del narco. Felipe Calderón, expresidente, se sumó a las voces de condena, mientras que en redes sociales, usuarios vinculan el crimen a la «oposición terrorista» o a la supuesta debilidad del gobierno actual. Esta polarización podría erosionar la base de apoyo de Morena en Michoacán, un estado clave para las elecciones intermedias de 2027, y fomentar un clima de desconfianza hacia las instituciones.
En el ámbito social, las repercusiones son inmediatas y palpables. En Uruapan y Morelia, miles de ciudadanos salieron a las calles el 2 de noviembre exigiendo justicia con consignas como «¡Fuera Bedolla!» y «¡Fuera Claudia!», marchando desde glorietas hasta el centro histórico. La Conferencia del Episcopado Mexicano condenó el atentado como parte de una «ausencia de Estado de Derecho», alertando sobre el riesgo para líderes comunitarios que denuncian la violencia. El impacto psicológico es devastador: en una fecha de conmemoración cultural, el festival se tiñó de sangre, simbolizando cómo el miedo permea cualquier espacio, sin distinción. Economómicamente, Uruapan —con su industria aguacatera que genera miles de empleos— podría enfrentar parálisis si el pánico disuade inversiones o turismo, agravando la dependencia de productores extorsionados.
Hacia una crisis sistémica
A mediano y largo plazo, el asesinato de Manzo podría catalizar cambios estructurales, pero también profundizar la crisis de seguridad en México. Una repercusión clave es el fortalecimiento de medidas federales: Harfuch ha anunciado operativos conjuntos con la Fiscalía General, y Sheinbaum convocó al Gabinete de Seguridad para revisar protocolos en eventos públicos. Sin embargo, si las promesas de «llegar hasta las últimas consecuencias» no se materializan —como en casos previos de políticos asesinados—, podría desincentivar a futuros candidatos, perpetuando un «efecto chilling» en la democracia local.
En términos más amplios, este crimen subraya la necesidad de una reforma integral al modelo de seguridad. Michoacán requiere no solo más tropas, sino políticas que aborden las raíces socioeconómicas: pobreza rural, corrupción en cadenas de suministro y la globalización del mercado de aguacate que enriquece a los carteles. Internacionalmente, podría atraer escrutinio de EE.UU., principal consumidor de aguacate mexicano, presionando por certificaciones éticas en importaciones. Socialmente, movimientos ciudadanos como las marchas de Uruapan podrían evolucionar hacia coaliciones amplias —incluyendo productores, Iglesia y ONGs— para demandar autonomía local en seguridad, similar a las autodefensas de 2013.
No obstante, el riesgo de escalada es alto. Si el asesinato responde a una represalia por las denuncias de Manzo, podría desencadenar retaliaciones entre carteles, incrementando homicidios en la región. Esto, sumado a la impunidad histórica (solo el 5% de crímenes en México se resuelven, según datos oficiales), erosiona la fe en el Estado y fomenta la autodefensa informal, con sus propios peligros.
El asesinato de Carlos Manzo no es un hecho aislado, sino un síntoma de la guerra asimétrica que libran los carteles contra el tejido democrático de México. Sus implicaciones políticas —cuestionando la gobernabilidad de Morena en Michoacán— y sociales —generando protestas y trauma colectivo— se entretejen con repercusiones que podrían redefinir la agenda de seguridad nacional. Manzo, con su coraje al enfrentar al narco, deja un legado de resistencia, pero también un llamado urgente: México no puede permitirse más tumbas en sus plazas públicas. Solo una acción coordinada, con énfasis en inteligencia, justicia y desarrollo rural, honrará su memoria y evitará que Uruapan se convierta en sinónimo de impunidad. Como advirtió la Iglesia, estos crímenes son «ataques contra quienes denuncian la violencia»; ignorarlos sería condenar a más líderes al silencio o la muerte. La verdadera repercusión dependerá de si este Día de Muertos marca el inicio de algún escuerzo por enfrentar el grave problema, o solo otro capítulo en la crónica de la barbarie.


