En la historia reciente de México, la empatía presidencial ha emergido como un eje crítico para evaluar el vínculo entre el poder ejecutivo y las víctimas de las tragedias nacionales. Durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, esta cualidad fue uno de los blancos más recurrentes de las críticas, manifestándose en una distancia calculada que priorizaba la «investidura presidencial» sobre la proximidad humana. Argumentos como el temor a provocaciones opositoras o la necesidad de mantener una imagen de autoridad inquebrantable justificaron ausencias en zonas de desastre, generando un vacío emocional que profundizó el sufrimiento colectivo. En contraste, la administración de Claudia Sheinbaum, ha optado por un enfoque inverso: la atención directa a las víctimas prevalece sobre cualquier riesgo institucional, demostrando que la vulnerabilidad compartida puede fortalecer, no debilitar, el liderazgo. Esta mirada traza cronológicamente esta evolución, analizando cómo la falta de empatía en el pasado no solo erosionó la legitimidad de López Obrador, sino que también pavimentó el camino para un giro redituable en Sheinbaum, cuya popularidad, en octubre de 2025, alcanza picos del 70-80% según encuestas como las de Buendía & Márquez y Mitofsky. A través de esta narrativa temporal, se evidencia que la empatía no es un lujo sentimental, sino una herramienta política esencial en un país marcado por desastres recurrentes y desigualdades estructurales.
El Mínimo Reconocimiento del Dolor Colectivo
La crisis sanitaria del COVID-19, que azotó México desde marzo de 2020, representó el primer gran ensayo de la empatía –o su ausencia– bajo López Obrador. Con más de 300,000 muertes oficiales al cierre de su sexenio, la respuesta presidencial se caracterizó por un minimismo discursivo que priorizaba mensajes de optimismo y autocuidado sobre el duelo nacional. En sus conferencias matutinas, el presidente recomendaba amuletos religiosos y abrazos a distancia, pero evitó gestos de conmiseración profunda, como visitas a hospitales o reconocimientos públicos a las familias enlutadas. Esta distancia se agravó por la tardía implementación de confinamientos –iniciada un mes después del primer caso– y la negación inicial de la gravedad del virus, lo que generó acusaciones de insensibilidad por parte de organizaciones civiles y la oposición.
Críticamente, esta postura no solo amplificó el trauma colectivo, sino que reveló una visión presidencial donde la «austeridad republicana» eclipsaba la solidaridad humana. Mientras países como Nueva Zelanda o Alemania veían a sus líderes consolar a sus pueblos en visitas emocionales, López Obrador optó por sobrevuelos simbólicos y declaraciones que culpaban a la «cultura del individualismo». El costo fue alto: encuestas de la época, como las de Mitofsky, mostraron caídas temporales en su aprobación, del 60% al 55%, vinculadas directamente a percepciones de frialdad. Esta fase inicial estableció un patrón: la investidura como barrera protectora, sacrificando la conexión emocional por una narrativa de fortaleza inquebrantable.
El Desabasto de Medicamentos Oncológicos
Paralelamente a la pandemia, el desabasto crónico de medicamentos para niños con cáncer –que afectó a más de 20,000 pacientes entre 2019 y 2023– expuso la fractura más dolorosa en la relación entre el gobierno y las víctimas vulnerables. Padres de familia, organizados en colectivos como la Fundación 100 Niños con Cáncer, denunciaron una escasez que alcanzó el 80% en quimioterapias, atribuida a la centralización farmacéutica y la cancelación de compras consolidadas con proveedores internacionales. La respuesta de López Obrador fue defensiva: en mayo de 2021, desmintió el problema calificándolo de «manipulación opositora» y acusando a los padres de «dejar que los usen», frases que provocaron un rechazo unánime de la sociedad civil.
Desde una perspectiva crítica, este episodio ilustra cómo la priorización de la «soberanía» ideológica sobre la urgencia humanitaria convirtió a las víctimas en antagonistas involuntarios. No hubo visitas presidenciales a centros oncológicos ni disculpas públicas; en cambio, el presidente optó por mañaneras donde el tema se diluía en ataques a la prensa. El impacto fue devastador: al menos 200 niños fallecieron por falta de tratamiento, según reportes de Proceso, y el escándalo erosionó la imagen de «gobierno del pueblo» de Morena. Esta ausencia empática no solo perpetuó el sufrimiento, sino que alimentó un discurso opositor que vinculaba al régimen con negligencia estructural, prefigurando críticas mayores en desastres posteriores.
El Huracán Otis y la Ausencia Deliberada en Acapulco
El clímax de estas críticas llegó con el huracán Otis, que en octubre de 2023 devastó Acapulco, dejando 50 muertos, 300,000 damnificados y daños por 15,000 millones de dólares. López Obrador visitó la zona una vez, atascado en el lodo en un jeep militar –imagen viral que simbolizó la improvisación gubernamental–, pero rechazó recorridos posteriores por temor a «provocadores» enviados por la oposición. En noviembre, justificó su distancia: «No puedo permitir que nadie me ninguneé», argumentando que la prensa amplificaría insultos para dañar su investidura. Esta decisión, reiterada en promesas vagas de reconstrucción «en poco tiempo» ante protestas con carteles como «AMLO traidor», generó un coro de reproches: desde la oposición, que lo comparó con el «Ayotzinapa de la 4T», hasta analistas que cuestionaron su inacción presupuestal, al negarse a etiquetar fondos del Fonden para 2024.
Otis no fue solo un desastre natural, sino un espejo de las fallas sistémicas: cambio climático ignorado, corrupción en fondos de emergencia y una presidencia que, al protegerse del «grito popular», se desconectó de la realidad. Encabezados como «Desastre de Otis genera críticas a la respuesta de AMLO» en Bloomberg capturaron el consenso: la falta de empatía transformó una catástrofe en un fracaso político, con protestas que auguraron el declive de Morena en Guerrero pese a su victoria electoral en 2024. Este patrón culminante del sexenio de López Obrador –ausencia física y emocional– dejó un legado de desconfianza que Sheinbaum heredaría como oportunidad de diferenciación.
Sheinbaum,Empatía Activa y Dividendos Políticos
La transición a Claudia Sheinbaum, marcó un quiebre radical. Desde su primer año, la presidenta ha priorizado visitas directas a zonas de desastre, exponiendo su «investidura» a reclamos crudos para priorizar la escucha. Recientemente, ante inundaciones en Puebla, Veracruz e Hidalgo –causadas por lluvias torrenciales–, Sheinbaum recorrió comunidades como Huauchinango, donde confrontó públicamente a alcaldes ineficientes, regañándolos ante damnificados que la contradecían en vivo. «Hay empatía y amor por la gente damnificada», declaró en su mañanera del 14 de octubre, enfatizando coordinación sobre distancia. A diferencia de su predecesor, no ha habido excusas de «provocadores»; en cambio, ha organizado ayudas inmediatas, como programas juveniles en zonas de alto riesgo y becas para 20,000 beneficiarios.
Este riesgo calculado no solo ha evitado ofensas –como predijo López Obrador–, sino que ha forjado una imagen de liderazgo accesible, contrastando con la rigidez anterior. En temas como desapariciones, Sheinbaum ha enfatizado «conocer la verdad y hacer justicia a las víctimas», rompiendo silencios previos. Sin embargo, no está exenta de sombras: en Poza Rica, perdió la paciencia ante reclamos, revelando límites a su tolerancia. Aun así, su estrategia demuestra que la empatía activa –escuchar, regañar a funcionarios y actuar– genera lealtad popular, estabilizando su aprobación por encima del 70% pese a desafíos como la inseguridad.
La empatía presidencial en México revela una lección profunda: la distancia protectora de López Obrador, justificada en la «investidura», no solo falló en consolar a víctimas de COVID, cáncer y Otis, sino que amplificó percepciones de desconexión, contribuyendo a un sexenio de contrastes entre promesas transformadoras y realidades distantes. Sheinbaum, al invertir esta lógica –arriesgando cercanía por solidaridad–, ha validado que la vulnerabilidad compartida fortalece el mandato, elevando su popularidad. Este giro invita a reflexionar: en un país propenso a crisis climáticas y sociales, la empatía no es opcional, sino el antídoto contra la alienación. Si Sheinbaum sostiene este rumbo, podría consolidar no solo su legado, sino una democracia más humana, donde el presidente no se esconde tras el cargo, sino que camina con los heridos. El desafío persiste: ¿durará esta empatía ante tormentas mayores, o se diluirá en la rutina del poder? La historia, aún en curso, lo dirá.



