Luego que conocí al maestro Alejandro Irigoyen en un momento poco propicio, se inició entre ambos una relación lejana no exenta de pequeñas ríspideces. Vino una semana de intenso trabajo y luego un encontronazo: la culminación de una serie de notas sobre las condiciones de vida de los reos en la penitenciaria de la 20 de Noviembre, terminaron en la crónica de un recorrido por el penal cuyo texto Irigoyen consideró que era merecedor de ir en sociales.
Dice Gabriel García Márquez que el pasado es como lo recordamos y yo recuerdo haberme encabritado profundamente y si mis palabras no reflejaron mi coraje, fue imposible que mi cara fingiera. Displicente, el subdirector del Norte, ordenó con suficiencia y autoridad, con naturalidad, cambios al lead.
Fue una oportunidad de oro.
Con intentos por disimular mi enojo, le espeté:
— Le hago los cambios que usted ordene, pero no le va a poner mi firma.
No contestó nada, con un gesto que le era propio y que con el tiempo yo aprendí a verlo como si fuera Tiberio en la Isla de Capri, me despidió.
Aún encabritado le llevé la crónica con sus correcciones, no la vio, sólo me ordenó como el emperador romano que solía ser, que la llevará a composición y que la pusieran a 8 columnas con una cabeza que ya había preparado.
No me despedí, simplemente me largué de la redacción.
Al siguiente día el displicente y poderoso Tiberio, fumando con fruición, me habló desde su altura y me invitó un café con pastel alemán.
Explicó, adivinando que no sabía cual era el pastel alemán.
— Es el pastel de chocolate que todos conocen, pero es de más mundo llamarlo pastel alemán.
Bajamos al restaurante del hotel Avenida, que estaba pared con pared, de la redacción de Norte, por primera vez en dos semanas era amable conmigo. A mi me llevaba la curiosidad, su extraordinaria personalidad y cambiante talante me intrigaban. Mi intuición me decía que valía la pena intentar conocerlo.
Ya sentados en la mesa, lo primero que me dice es:
— Soy alcohólico, se lo digo porque de todos modos lo va a saber.
No supe qué decir, y el tras una breve pausa continuó:
— O sea que soy un enfermo, porque la OMS, declaró que alcoholismo es una enfermedad, no se preocupe por eso, sobrellevo esta enfermedad muy bien.
Pedí mi café con su respectivo pastel alemán y él sin despreciar el pastel, pidió un tequila doble.
Ya el tequila frente a él, lo tomó con parsimonia y vino la explicación, sosteniendo el caballito a la altura del pecho:
— Esto mata a las células neuronas, son las que hacen funcionar nuestro cerebro y no se regeneran, como por ejemplo las células de la piel, mire —me muestra las palmas de sus manos, luego de regresar la copa a la mesa— tengo manos de bebé, me quemé en León, ambas palmas y se regeneraron, por eso están tan suavecitas.
Volvió a tomar la copa la subió a la altura de sus labios y antes de beberla de un solo trago comentó:
— A chingar su madre 10 millones de células neuronas.
A señas volvió a pedir otro doble de tequila, que le fue servido de inmediato, éramos los únicos clientes en el restaurante.
Lo volvió a subir a la altura de los labios y repitió:
— A chingar su madre otros 10 millones de células neuronas. Pero no se preocupe señor Pinedo —no obstante la diferencia de edad siempre me dio ese trato—, tenemos millones de millones de millones de células neuronas.
Esa tarde noche el maestro Irigoyen fue muy medido, sólo mató a unas cien millones de células neuronas.
Y mientras asesinaba neuronas, llegaron los libros y los personajes: “Fui botafuegos de la carraca de San Juan” y llegó Mika Waltari y Juan El Peregrino. El infaltable Tiberio y su resentimiento social, su pederastia en su retiro de la Isla de Capri. El Rey del Bosque de la Rama Dorada de Sir George Frazer. Fue inolvidable ver esa enorme cabeza, con cada vez menos millones de células neuronas hablar de libros, de literatura, de periodismo, de todo.
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