El maestro Irigoyen decía que las bibliotecas también son proyectos de lectura, por aquello de que es común que en las ansias de leer se acumulen los libros o permanezca en espera indefinida. Así me pasó con la novela de Umberto Eco: La misteriosa llama de la reina Loana, la menos buenísima de sus obras, si se permite la expresión, por lo menos en la opinión de este lector.
Luego de más de una década de su compra la reencontré y me decidí a abrir sus páginas. Inmediatamente en la segunda página redescubrí el cultismo del piamontés en sus referencias a la novela policíaca con un “elemental mi querido Watson” y una mención al inspector Maigret. Imposible no recordar las pláticas con Alejandro Irigoyen y las primeras novelas de Eco, recién nos conocimos había publicado El nombre de la Rosa que fue motivo de largas y sabrosas conversaciones.
El genial descaro del autor de iniciar su gran novela con una recreación de un cuento de Juan Jacobo Rousseau, recreación que no refrito. El suizo nos cuenta cómo en la India un rajá extravió su caballo y el italiano convierte el gobernante hindú en un abad de un monasterio benedictino del norte de Italia, quien también pierde su caballo brunello. En Rousseau la capacidad deductiva es de Sajid, quien da nombre al cuento y en el italiano es de un monje franciscano inglés, quien en su capacidad de deducción recuerda a Sherlock Holmes. Algunas noches-madrugadas pasadas con el maestro Irigoyen, que siempre estaban llenas de libros y bebidas espirituosas, fueron ocupadas por esta novela de Eco.
Algunos años después, leyendo la segunda novela del gran estudioso de la semiótica, El péndulo de Foucault, cada quien decidió su grado masón: Irigoyen gustó de Custodio del nombre impronunciable yo me conforme con ser un simple Caballero Kadosh.
Siempre encuentro en los libros el recuerdo de personas que han sido fundamentales en mi vida, eso viene al caso porque en la novela recién abierta, el personaje se llama Giambattista Bodoni, y eso me llevó a mi adolescencia y mi encuentro con el maestro Mava (Arturo Martínez Valdez), con quien aprendí tipografía y aún recuerdo cuando me ordenaba : “Chavo, una línea en 40 puntos Bodoni que diga Gran Apertura, con signos de admiración”. Entonces tomaba el componedor y abría la caja del tipo ordenado y de aquellos dos bellos y enormes “chivalets” salían una a una las letras metálicas, perfectas, en el armónico Bodoni.
Recuerdo al maestro Irigoyen decir que El nombre de la Rosa era desde luego una novela policíaca y no confundir este género, con la novela negra y entonces las menciones a los creadores del género, los norteamericanos Carrol John Daly, poco apreciado por el maestro Iri y buenos comentarios para Raymond Chandler y Dashiel Hammett, el primero con su ácido e irónico detective Philip Marlowe, Chandler empezó tarde pero bien a escribir sus novelas, tenía 51 años cuando publicó Sueño eterno. De Hammett, habrá que recordar dos novelas El Halcón maltés y Cosecha roja y por supuesto a su personaje Sam Spade. Por cierto Humphrey Bogart, caracterizó a ambos detectives en el cine…Alejandro Irigoyen, no era precisamente cinéfilo, aquí era muy profundo o elemental. Gustaba hablar de Nosferatu de Werner Herzog, de Apocalipsis Now de Francis Ford Coppola, pero sobre todo por la escena en donde Marlon Brando tiene en sus manos el libro La rama dorada, obra fundamental en la vida de Irigoyen. Prefería el cine simple, que lo hiciera reír, cine de escape y olvido.
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