Los grupos privatizadores usualmente enmascaran sus intenciones detrás de las sugestivas fórmulas de «reforma del Estado», «disminución del tamaño del Estado», «desregulación», «racionalización», «descentralización» y otras similares. Pero con cualquier denominación la finalidad es la misma: entregar los negocios más atractivos del sector público, aquellos que tienen altas rentabilidades y que por lo mismo despiertan mucha codicia a manos privadas…
Con la privatización se crearían unos cuantos magnates todopoderosos, nacionales y extranjeros, con poder irresistible sobre los mandos estatales.
Rodrigo Borja
Ex presidente de Ecuador, 1997
Sirva esta cita del ex presidente latinoamericano, como preámbulo para hablar aquí del dolor de cabeza que nos trae a los mexicanos en un grito, con la garganta seca, el estómago vacío y los bolsillos al revés: el neoliberalismo.
Fue Miguel de la Madrid Hurtado, político gris de triste memoria, el precursor de este modelo económico que, para desgracia de los mexicanos han continuado sus sucesores, desde Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y ahora Peña Nieto.
Los estragos sufridos entre la población durante estos treinta años de neoliberalismo, son devastadores y difíciles, que no imposibles de remontar.
Mucho se ha dicho de la importancia que reviste el hecho de que los mexicanos no perdamos la capacidad de asombro. Tanto se ha acudido a esta frase, que ya para algunos resulta una de tantas. Se ha convertido en un término muy manoseado; una suerte de moda que ornamenta las conversaciones de café entre «grillos» e intelectuales de ocasión. No le damos pues, a veces, la importancia debida y por tanto no la apreciamos en su real magnitud.
Para ello es necesario que hagamos un ejercicio y nos traslademos en el tiempo. Revisemos la historia de los últimos treinta, cuarenta, cincuenta. Hurguemos en la historia de la política y los políticos de entonces y, consecuentemente, nuestras vivencias personales. Un ejercicio que puede resultarnos efectivo y eficaz para conservar la memoria y, ahora sí, para que no perdamos nuestra capacidad de asombro.
Los niños de la generación de los sesenta, a la que pertenece este opinador, recordamos que ya desde entonces, nuestros mayores hablaban de crisis y de lo caro que estaba todo.
Aquella vida sin embargo, era una vida que se vivía con relativa holgura y dignidad. Los salarios de entonces permitían a los jefes de familia mal que bien proveernos de nuestras necesidades más elementales.
No recuerdo con exactitud la cantidad en moneda nacional que abarcaba el salario mínimo de aquella época, pero andaba por los ciento veinte pesos por semana. Lo que sí recuerdo es que la paridad del dólar era de $12.50 por cada peso. Recuerdo también que esa fluctuación se mantuvo por muchos años, tal vez por eso era que, en el imaginario colectivo, se pensaba que esa era la tasa inamovible. Cada dólar gabacho valía doce pesos mexicanos con cincuenta centavos.
Los adultos y los jóvenes mayores que nosotros fumaban cigarros Baronet, que costaba $1.00 por cajetilla ($1.20 los mentolados). Los más pudientes se mercaban los Raleigh, a $2.40 y, los pirrurris del barrio, apantallaban a la chavalada y se compraban sus Marlboro rojos a veinticinco centavos de dólar (una peseta) o $3.25 pesos de los nuestros.
La tarifa de los camiones urbanos era de $0.40 por viaje. Lalin, mi hermano mayor y yo, nos gastábamos $0.80 centavos para trasladarnos cada domingo desde mi inolvidable colonia Rastro al centro de Juárez para ir al cine Reforma, que cobraba el boleto de entrada a $5.00 en luneta y $2.00 en balcón.
Ya en la juventud, los quinceañeros del barrio acordamos juntarnos para ir en bola a buscar trabajo en las maquilas del Bermúdez y alternarlo con el estudio. Todos entramos ganando el salario mínimo destinado a los obreros, que era de $150.00 a la semana, aproximadamente. El dólar de entonces igual: $12.50 por billete. La vida de nuestra juventud, pues, era muy parecida a la de nuestra niñez.
Hoy todos lo sabemos: el salario mínimo, que en teoría debe ser suficiente para cubrir las necesidades básicas de una familia, en los hechos no sirve, literalmente, ¡para nada!
¿Qué fue lo que pasó entonces? ¿Por qué estábamos mejor cuando estábamos peor?
La respuesta es muy simple: porque llegaron los neoliberales a dirigir el país.
Esta política económica atroz iniciada por Miguel de la Madrid, surgió con el impulso de la tecnocracia mexicana y el apoyo y la ambición de los grandes empresarios dueños del billete nacionales y extranjeros. Todos avizoraron en esta coyuntura la oportunidad de oro de acrecentar su fortuna y acaparar los bienes nacionales, puestos en venta a precios de ganga por la nomenklatura neoliberal.
Esta política económica implementada a partir de 1982, llegó en su momento como un ajuste «doloroso pero necesario», –nos dijeron–, para superar la crisis de entonces. Pero han pasado treinta años y este modelo que sigue vigente ha probado ser un fracaso total. Ha traído a la población sólo penurias económicas y retraso en todos los órdenes.
El gobierno actual de Pena Nieto sin embargo, sigue obstinado en seguir flagelando al pueblo porque, dice, «el fin justifica los medios y en el largo plazo lo va a agradecer». ¿Qué tan largo, presidente? ¿Otros treinta años?
Hoy no hay una sola familia que pueda sobrevivir con el salario mínimo. Hoy la clase trabajadora se ve obligada a buscar otros ingresos para más o menos sobrevivir y sacar adelante a los suyos.
Son muchos los inconvenientes y las consecuencias nocivas que nos ha acarreado este proyecto fallido. Muchos de los trabajadores perdieron su empleo, el poder adquisitivo del salario se pulverizó y muchos mexicanos perdieron sus propiedades y otros sufrieron la quiebra de sus empresas.
El comercio informal es cada vez más frecuente en las calles y banquetas citadinas, con la venta de mercancía muchas veces pasada de contrabando de los Estados Unidos a México. La proliferación de niños, jóvenes y adultos, familias enteras apostadas en los cruceros, vendiendo chácharas, haciendo malabares, o simplemente mendigando la caridad pública. En las colonias populares, es muy común ver los barandales de las casas improvisados como exhibidores con ropa de segunda mano en venta. La deserción escolar aumenta y el incremento de niños y jóvenes en situación de calle o inmersos en la delincuencia, como el robo o el asalto e, incluso, el narcotráfico.
Familias desmembradas porque los jefes de familia tienen que emigrar a los Estados Unidos, buscando los medios de sobrevivencia y las oportunidades que en su patria le han negado. Madres solteras que se ven obligadas a recurrir a la prostitución por el mismo motivo.
Con el neoliberalismo, la corrupción esta al máximo de sus niveles de escándalo. Los pobres son más pobres y los ricos son más ricos. La clase media pasó a formar parte de la clase baja, la clase baja pasó a formar parte de los miserables y los miserables están en proceso de extinción.
El neoliberalismo ha arrasado con casi todos: profesionistas, intelectuales, académicos, obreros, comerciantes, ejidatarios, indígenas, universitarios, pequeños y medianos empresarios, etcétera, etcétera. Los únicos ganones en este río revuelto, son quienes lo perpetran y sus cómplices, quienes acrecientan sus fortunas y aparecen con frecuencia en las portadas del jet set y la revista Forbes. Con sus casas blancas, sus ranchos, sus bancos Progreso y demás frivolidades.
El panorama es pues, triste y desolador, donde sólo se observan penurias y polarización social. Esto es lo que nos ha acarreado este modelo que nos han querido vender, desde hace treinta años, como puerta de entrada para que México ingrese al primer mundo. Mentira vil.
Dicho todo esto, ahora sí vale la pena correr el riesgo de convocar a unirnos a ese lugar común tan criticado aquí: Por favor, conservemos la memoria y no perdamos nuestra capacidad de asombro.
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