El movimiento de 1968, es considerado un parteaguas en la vida política y social de nuestro país. A partir de los acontecimientos de ese verano y que culminó con una masacre en la plaza de Tlatelolco ese 2 de octubre, los cuales fueron replicados por Luis Echeverría, en la matanza del Jueves de corpus, el 10 de junio de 1971, radicalizaron a cientos de jóvenes los cuales se organizaron entorno a pequeños movimientos guerrilleros, algunos de los cuales después conformaron la conocida Liga Comunista 23 de Septiembre (LC23S) en memoria del ataque al cuartel de Madera, Chihuahua en 1965.
La aniquilación llevada a cabo por el Estado, durante la década de los setenta, se conoce como “guerra sucia”, es decir este conjunto de prácticas militares y parapoliciales que pretendían exterminar a distintos grupos opositores al régimen, hace 40 años. Entre dichas medidas, se recurría a las detenciones extrajudiciales, la desaparición y el asesinato y en algunos casos al robo de infantes. Estas acciones, las cuales fueron aplicadas en un momento coyuntural en la historia en el país, se convirtieron en una política de Estado, hasta nuestros días, lo que ha convertido a nuestro país en una gran fosa común y con más de 30,000 desaparecidos según cifras oficiales.
El movimiento estudiantil
Todo inició el 22 de julio de 1968, con un enfrentamiento de los alumnos de las escuelas vocacionales 2 y 5 del Instituto Politécnico Nacional (IPN), contra estudiantes de la escuela preparatoria, Isaac Ochoterena, incorporada a la UNAM. Luego de varios días de grescas estudiantiles, el día 26, la policía y ejército comenzaron las agresiones contra la población estudiantil y la ocupación de algunas instalaciones educativas. Entre el 29 y 30 de julio el Ejercito ocupó la escuela preparatoria de San Idelfonso, utilizando una bazuka para derribar una bonita puerta, cuya pérdida se lamenta hasta el día de hoy, y las preparatorias, 1,2,3 y 5.
El 7 de agosto se conformó el Consejo Nacional de Huelga (CNH) que incluía a representantes de todas las escuelas de educación superior que conformaban el movimiento dentro y fuera de la ciudad de México.
Ante este panorama, en una muestra de enorme dignidad, el rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, se manifestó contra la ocupación militar, dándole con esto el empuje que el movimiento necesitaba. El mismo rector, Barros Sierra, encabezó una marcha el 13 de septiembre, “la manifestación del silencio” en la que participaron cien mil estudiantes y ciudadanos. Paco Ignacio Taibo en su libro 68, rememora ese día: “Recuerdo que llovía y recuerdo las caras de los manifestantes con cinta aislante y esparadrapo en la boca, mostrando que el silencio había sido nuestra opción y no la imposición del enemigo. Mostrando de una manera u otra que nuestra fuerza estaba más allá de las palabras.”
Durante cerca de dos meses, los estudiantes recorrieron la ciudad en busca de apoyos y concientizando a los diversos sectores de la sociedad mexicana: amas de casa, obreros, profesionistas; utilizaron diversos métodos: volanteo, la brigadas informativas y mítines relámpago. Las demandas de la comunidad estudiantil se concretaron un pliego petitorio de seis puntos: 1) libertad de los presos políticos (entre ellos Demetrio Vallejo y Valentín Campa, quienes para entonces llevaban presos cerca de diez años); 2) destitución de los generales Luis Cueto Ramírez y Raúl Mendiola, también la del coronel Armando Frías; 3) extinción del cuerpo de granaderos; 4) la derogación del delito de disolución social; 5) indemnización a las familias de los muertos y los heridos, víctimas de las agresiones de la policía y el ejército del día 26 en adelante y 6) deslindamiento de responsabilidades de los actos de represión y vandalismo por parte de las fuerzas policiales y militares.
La matanza del 2 de octubre
Ante el endurecimiento de las autoridades: la ocupación de CU el 18 de septiembre y del Casco de Santo Tomás el 23 de septiembre, el CNH, convocó a un mitin el 2 de octubre, en la Plaza de la Tres Culturas en Tlatelolco.
Eran las cinco y media del miércoles 2 de octubre; y cerca de diez mil personas[[1]] aproximadamente se congregaron en la explanada de la plaza, para escuchar a los oradores del mitin, los cuales se encontraban el edificio Chihuahua, en el tercer piso.
Todo transcurría según lo acordado y bajo aparente calma, a pesar de que policía, Ejército y granaderos circundaban Tlatelolco. Sergio Aguayo en su libro, La Charola. Historia de los Servicios de Inteligencia en México, afirma que el gobierno de Díaz Ordaz mandó desplegar entre 5,000 y 10,000 elementos, entre militares, policías y paramilitares en la plaza. Ya casi al finalizar la concentración, cruzaron por el cielo luces de bengala, y se comenzaron a escuchar los primeros disparos.
A pesar de que los líderes del CNH, desde el tercer piso del edificio Chihuahua, gritaban por el magnavoz: “¡No corran compañeros, no corran, son salvas!… ¡No se vayan, no se vayan, calma!”, la desbandada fue general. Todos huían despavoridos y muchos caían en la plaza, en las ruinas prehispánicas frente a la iglesia de Santiago Tlatelolco. Se oía el fuego cerrado y el tableteo de ametralladores. A partir de ese momento, la Plaza de la Tres Culturas se convirtió en un infierno”.[[2]]
Luis Gutiérrez de Alba, integrante del Consejo de Huelga, en su libro Los días y los años, recuerda ese momento: “Desde el edificio Chihuahua veíamos la plaza convulsionada por corrientes que se golpeaban contra bordes invisibles y formaban remolinos en el centro. Entre las voces y gritos empezaron a escucharse claramente los disparos: venían de la parte posterior del Chihuahua. ¡Se acercan por abajo!, pensé. Al mirar frente a mí, a lo lejos, hacia el fondo de la plaza, vi que el puente de acceso estaba ocupado por el ejército a todo lo largo. Estábamos totalmente cercados y desde los cuatro extremos los soldados avanzaban a bayoneta calada”.
Los dirigentes del CNH, todos, se encontraban ahí esa tarde y fueron detenidos, junto a otras dos mil personas las cuales fueron trasladadas al campo militar número uno, el número de heridos, es indeterminado al igual que la cantidad de muertos, que oscila entre los 20 y 28 según cifras oficiales, dadas a conocer a la prensa, pero la cifra aumenta a 325 según una “investigación cuidadosa” llevada a cabo por el diario inglés The Guardian, la cual es manejada como la más probable, por algunos autores.[[ 3]]
El Estado, respondió a las demandas de los estudiantes, con el uso de la represión, con una saña, una brutalidad y un uso excesivo de la fuerza jamás vista antes.
Guerrilla en los 70
Con la vía del diálogo y de la legalidad cancelada de manera violenta por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz en 1968, los jóvenes radicalizados, se empezaron a agrupar en organizaciones guerrilleras. Se llegaron a contabilizar entre 29 y hasta 32 grupos armados con presencia en 23 estados del país, según información manejada por Sergio Aguayo, especialista en temas de seguridad. Apenas entre 1,800 y 2,000 hombres y mujeres en su mayoría, estudiantes y obreros, jóvenes en sus veinte, con preparación, que habían crecido en un país en donde no había lugar para la disidencia y sin vías de expresión. Los cuales fueron tachados de delincuentes por la prensa, y considerados una amenaza para la seguridad nacional por el gobierno.
Durante el gobierno de Luis Echeverría Álvarez se inició una política de exterminio contra la guerrilla. Durante el gobierno de José López Portillo, luego del intento de secuestro de su hermana Margarita en 1976, se respondió con una gran ferocidad contra los grupos opositores, lo que aumentó la cifra de desaparecidos. En 1978 a raíz de la reforma política impulsada por Jesús Reyes Heroles, se extendió una amnistía a los grupos disidentes.
Para 1977 la LC23S se dio por extinta oficialmente, aunque logró mantenerse en activo, aunque con menos fuerzas hasta 1981.
La guerrilla de los años setenta dejó un número indeterminado de muertos y desaparecidos, las maniobras del gobierno mexicano por cubrir los excesos del ejército en Guerrero y de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) en el resto del país, han dejado al país con una deuda a miles de familias que desconocen el paradero de hijos, padres, parejas, hermanos, amigos y compañeros.
La llegada del narco a la vida nacional
Según Sergio Aguayo, es posible que la DFS haya exagerado a los ojos del mandatario en turno la peligrosidad de éstos jóvenes, con el afán de hacerse indispensables para el gobierno y poder adquirir más poder y recursos.
En reconocimiento al servicio prestado a la patria, José López Portillo, aumentó el presupuesto de la DFS. Para 1981 tenían oficinas en la totalidad de los estados y 3,000 empleados controlaban a 10,000 informantes.[[4]]
A inicios de la década de los ochenta ya con la LC23S extinta, de repente, y de la noche a la mañana, el Estado y las fuerzas policiales y el ejército se quedaron sin el enemigo que habían combatido por una década.
La guerrilla había dejado de ser la amenaza número uno para la seguridad nacional, ahora lo era el narcotráfico. En la medida que la presencia del crimen organizado crecía en el país, el gobierno, siendo juez y parte, lo “combatía” con las mismas fuerzas de seguridad que lo alimentaba.
Los “muchachos”, según una serie de pruebas psicológicas que la DFS mandó realizar a sus miembros, eran de “bajo nivel escolar”, “poco inteligentes”, “egoístas”, “centrados en sí mismos”, “superficiales” y con una “moral baja”, cuyos excesos como la tortura, la desaparición forzada, el asesinato, el saqueo y la simulación en informes eran tolerados.[[ 5]]
Es decir el perfil que una industria como el narcotráfico busca en sus reclutas. Y así ocurrió, muchos de los antiguos miembros de la DFS y el ejército acabaron trabajando para el narcotráfico.
Delincuentes con charola
En 1977 con el prohijamiento de Margarita López Portillo, llegó a la DFS, Javier García Paniagua, hijo de Marcelino García Barragán, secretario de Defensa en el sexenio de Díaz Ordaz y uno de los responsables de la matanza del 2 de octubre. García Paniagua se apoyó en personas como el General de División, Francisco Javier Quiroz Hermosillo, uno de los jefes de la “Brigada Blanca”, el cual acabó preso en una cárcel militar por sus nexos con el narcotráfico, específicamente con el Señor de los cielos, Amado Carrillo, en el año 2000.
A la salida de García Paniagua de la DFS en 1978, la titularidad de la agencia recayó en el conocido torturador y creador de la temida Brigada Blanca, Miguel Nazar Haro, las historias que se cuentan alrededor de éste, son de verdadero terror. Identificado por varios guerrilleros, que sobrevivieron a las terribles sesiones de tortura, lo reconocen como uno de sus principales verdugos.
En 1982, Nazar Haro, terminó con su carrera de torturador, porque fue señalado por el FBI, como vil “robacarros” de lujo, despedido de la DFS, acabó en la lista de fugitivos de los Estados Unidos. Siendo uno de los principales señalados en la desaparición de Jesús Piedra Ibarra, el hijo de Rosario Ibarra, terminó encarcelado durante nueve meses, en 2004, pero fue perdonado por el gobierno del panista Vicente Fox, el mismo que ofreció abrir los archivos de la guerra sucia y llevar a la justicia a los culpables.
En 1982, José Antonio Zorrilla, secretario particular de Fernando Gutiérrez Barrios, fue nombrado director de la dirección de seguridad. Durante su mandato la connivencia entre el narcotráfico y la agencia se hizo más palpable. Aguayo lo resume así: “La charola se transformó en símbolo de delincuencia”.
Zorrilla, acabó preso, por la autoría intelectual del periodista Manuel Buendía en 1984 y el agente de la DEA, Enrique Camarena en 1985 y por sus nexos con el cártel de Guadalajara. Este caso expuso el alcance que el narcotráfico había adquirido dentro de la vida nacional. La temida DFS desapareció en 1985.
También durante el período de la guerra sucia, se afianzaron las carreras de Arturo el Negro Durazo, quien a principios de los años setenta siendo parte de la Brigada Blanca, logró frustrar el secuestro de Margarita, la hermana del candidato oficial, y llegó a convertirse en uno de los hombres más fuertes durante el sexenio de López Portillo. Acabó preso por los delitos de contrabando, acopio de armas y abuso de autoridad y sus posibles nexos con el capo Rafael Caro Quintero, quien declaró al ser detenido, que regaló autos y dinero a altos jefes de la Dirección Federal de Seguridad.
Otro de los militares que vio crecer su estrella como militar, por sus servicios en el estado de Guerrero, donde de sobra están documentadas sus tropelías en contra de la población y el movimiento liderado por el maestro Lucio Cabañas, es el general brigadier Mario Arturo Acosta Chaparro. En el año 2002 fue indiciado por delitos contra la salud por su presunta vinculación con grupos con el Cártel de Juárez. En el 2006 su caso fue desestimado y quedó libre, pero murió asesinado de tres disparos a la cabeza en 2012.
También está el caso del brigadier Alfredo Navarro Lara, integrante de la Brigada Blanca que asoló Guerrero. El militar acabó preso por sus vínculos con la organización de los hermanos Arellano Félix en 1997.
México una gran fosa
Las prácticas de la guerra sucia en México durante los años setenta, las cuales fueron creadas en un momento coyuntural en el país, se han convertido en una política de Estado. Estas medidas (tortura, levantamientos ilegales, asesinato y desaparición forzada) las cuales fueron adoptadas por el gobierno para aniquilar a apenas 2,000 jóvenes considerados una amenaza para el país, las han venido reproduciendo en los últimos 30 años, en la lucha contra el narcotráfico, las mismas fuerzas de seguridad que al tiempo que lo “combaten”, lo prohíjan y protegen.
La guerra contra el crimen organizado iniciada a finales de los años setenta en México con la puesta en Marcha del Plan Cóndor, la cual se intensificó durante el gobierno de Felipe Calderón, tan sólo en los últimos dos sexenios, ha dejado poco más de 250,000 muertos, según cifras del Inegi. Los desaparecidos se cuentan en cerca de 30,000. En muchos de estos casos está comprobada la participación del ejército y las fuerzas de seguridad pública.
Casos como el de Aguas Blancas en 1995, Acteal en 1997, los disturbios en Atenco en 2006, la masacre de San Fernando en 2010, Tlatlaya y Ayotzinapa en 2014, Apatzingán en 2015, Tanhuato y Nochixtlán, en 2016 son ecos de aquel 2 de octubre y la saña con que las fuerzas del Estado se cebaron contra estudiantes aquel verano de 1968 y que se replicaron en el Halconazo en 1971 y durante toda la década de los setenta.
En todos estos, se ejemplifica cómo la violencia se ha instalado en el país. Las fuerzas del Estado y el narcotráfico algunas veces en complicidad han hecho uso del terrorismo y la guerra sucia y tienen al país convertido en una gran fosa común como las de Veracruz y con 12 camiones refrigeradores llenos de cadáveres circulando por el territorio nacional.
La brutalidad desatada ese miércoles 2 de octubre de 1968, aún no cesa.
1 Elena Poniatowska, La noche de Tlatelolco, Biblioteca Era, México, 2001, p. 166.
2 Ibid, p. 67
3 Ibid, p. 170
4 Sergio Aguayo, La charola, Grijalbo, 2001, p. 228.
5 Ibid, p. 230
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