Las recientes detenciones de los exgobernadores priistas, Tomás Yarrington y Javier Duarte son un reflejo de los niveles de corrupción que hemos alcanzado en los últimos doce años en nuestro país. La corrupción es ya un mal endémico en México.
Y esta se puede ver desde la «mordida» que le damos al de tránsito para que nos deje ir sin multa, hasta en presidentes y ministros que reciben mansiones de compañías constructoras a cambio de contratos millonarios, pasando por gobernadores que ven en sus estados pequeños feudos para robar y saquear.
La corrupción en nuestro país nos está costando, y el costo no es sólo económico, también nos cuesta en credibilidad interna y en imagen internacional.
Esto quiere decir, que mientras no mostremos signos de transparencia y gobernabilidad hacia el exterior, estaremos ahuyentando inversiones del extranjero, las cuales necesitamos ahora más que nunca luego, del deterioro de las relaciones con nuestro principal socio comercial.
Y luego está el costo que esto tiene directamente en nuestros bolsillos, según analistas financieros la corrupción en nuestro país nos está costando alrededor del 1.5 billones del Producto Interno Bruto, la pérdida de cientos de empleos y un gasto considerable en el presupuesto de una familia que anualmente se lleva cerca de un 14 por ciento de sus ingreso en «gastos extraoficiales».
México es el país más corrupto de los 35 que conforman la organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).
Y cómo no va a ser de otra manera si estamos gobernados por una persona que piensa que la corrupción es algo cultural en nuestro país, es decir algo inherente entre los mexicanos, será por eso que dejó actuar a sus anchas y servirse con la cuchara grande a las nuevas caras del PRI, aquellos «nuevos priistas» que iban a cambiar al país, los mismos que se han dedicado a saquear las arcas públicas de diversos estados de nuestro país. Todos ellos, ha de creer Peña Nieto, sólo hacen lo que se espera de un mexicano, tranzar para avanzar.
La corrupción no es una cuestión cultural, es un reflejo de la incapacidad de nuestros gobernantes y la impunidad a la que apelamos todos, desde los que pagan «mordida», hasta el que recibe una mansión.
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