Lo vi llegar desde el primer piso de Semanario del Meridiano 107, en donde estaba la redacción: pantalón de mezclilla y camiseta deslavada de color azul. Desde esa distancia parecía un gringo viejo; las barbas entrecanas y el pelo dejaban adivinar que algo quedaba del joven rubio que fue, cuando en la Secundaria Federal 1, la Del Parque, le llamaban el Güero Zelaya. Era el “periodo especial” en la isla de Cuba, luego de la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS, que se encontraba en proceso. Llegó contento el mexicano que se embarcó con Fidel Castro en Tuxpan para ir a hacer la revolución el 25 de noviembre de 1956; era uno de los 82 expedicionarios.
Venía de visitar la que fue su casa ahí, en el Partido Romero. Bromeó. A cuadras de las oficinas de la revista había vivido: “Me dio gusto ver que la casa que habité, ahora la habita Dios”. El que fue su hogar en los años de vivir en Juárez era ocupado ahora por unas monjas de una orden religiosa que escapa a mi memoria, y lamentablemente no tengo a la mano la revista para refrescar el recuerdo. Esa semana la entrevista de Guillén Zelaya se llevó la portada, y cómo no, si no daba entrevistas en México. Sin temor a equivocarme, sólo esa entrevista dio, y con algunas preguntas sin respuestas: “¡Vengan a Cuba! Ahí les hablo de todo”, decía con un acento cubano, pero con giros y palabras que lo delataban norteño, chihuahuense, de esos chihuahuenses que nacen en Torreón.
Platicando con él, su piel aún lozana y sus ojos azules iluminados, dejó de parecerme un gringo viejo. Al hacer alusión a su aspecto rubio y de ojos azules, platicó que al inicio del “periodo especial”, en las colas de racionamiento en la isla, lo agredían por su aspecto, pero a las primeras palabras de respuesta dejaba de ser gringo y era un cubano cabal.
En el Penta de Juárez aprendió de armas
Platicó que fue en Chapultepec cuando escuchó a Fidel Castro dar un gran discurso, y eso lo llenó de inquietud. Sus padres, Lorenzo y Leslie, habían tenido que dejar Honduras por cuestiones de persecución política y así llegaron a México. Su padre, ingeniero de profesión, empezó a trabajar para la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas (SCOP), y a Alfonso le tocó nacer en un campamento en Torreón mientras su padre abría carreteras. Las palabras de Castro lo impactaron, pero su primer contacto con los guerrilleros fue con Raúl, hermano menor de Fidel, quien también en Chapultepec le presentó a Ernesto Guevara, el Che, quien vivía de tomar fotos a los visitantes del bosque.
Luego de varias pláticas y acercamientos, se consideró presentarlo a Fidel e invitarlo para hacer la revolución en Cuba y tumbar a Fulgencio Batista. Era el más joven de todos, y sus conocimientos de armas, aprendidos en el Pentatlón de Ciudad Juárez, lo convirtieron en el instructor de armas de los expedicionarios. Tenía 19 años y era el único mexicano invitado a la revolución.
Siempre sonriente, contento de estar en Juárez, que alguna vez fue su tierra, platicó cómo subían al Ajusco a practicar tiro. En una de esas ocasiones, en una especie de competencia, él y Fidel le tiraron a diez botellas cada uno. Reconoce a un buen tirador en Castro: “Le dio a las diez, pero yo le pegué a nueve”, dijo con orgullo. Los entrenaba el coronel español Alberto Bayo, quien había luchado en la Guerra Civil Española de parte de los republicanos y había nacido en Cuba antes de 1898, cuando los norteamericanos se la arrebataron a España.
A mediados de 1955, sin saberlo ninguno de los dos, Fidel y Guillén estuvieron en Juárez; Alfonso estudiaba aquí, y Castro Ruz vino a Juárez en uno de sus viajes por toda la República en los que denunciaba la dictadura de Batista en Cuba. En esa ocasión, Fidel dio una conferencia en el hotel Continental, que era el más moderno y bello de la ciudad. Este dato se lo debo al fotógrafo Héctor Oaxaca, quien tomó fotos para El Fronterizo, que consignó la visita.
Luego de ser aceptado por el grupo de revolucionarios comandados por Fidel Castro, se le ordenó desaparecer, entrar en la clandestinidad. El primer paso fue muy concreto:
—Me ordenaron viajar a Guatemala y desde ahí enviarles una carta a mis padres en Ciudad Juárez, en donde les decía que iba a visitar a los familiares en Honduras. La carta debía llevar el matasellos de Guatemala.
Luego le pidieron que escogiera un nombre para su nueva vida. Se decidió por Guillén: así se llamaba su tío abuelo, el poeta nacional de Honduras, autor de Almendro en el patio, que es como la Suave patria para nosotros los mexicanos. Así, Alfonso Zelaya Alger terminó en simplemente Guillén, nombre que lo acompañó hasta el resto de sus días. Se casó en Cuba con Anolan López, una joven que conoció cuando fue hecho prisionero por las fuerzas de Batista en el bautizo de fuego de los expedicionarios. Luego de 13 meses prisionero en la isla, las autoridades mexicanas lograron su extradición y fue deportado a México.
Dos años después, al triunfo de la revolución de los barbudos de la Sierra Maestra, tomó un vuelo a Cuba y lo primero que hizo fue ponerse a las órdenes de Fidel Castro, quien le dio el grado de capitán del ejército revolucionario. Entre sus cargos oficiales, fue vicepresidente del Instituto Cubano de la Amistad con los Pueblos, que era una manera de rehuir al bloqueo decretado por Estados Unidos. Antes había trabajado en el Ministerio de Industria, bajo la dirección del Che. Luego de presentarse con Castro, se fue a buscar a la joven Anolan, a quien había conocido a los 16 años, cuando él tenía 20, y ahora, tres años después, la buscaba para casarse. Lo hicieron y formaron una familia; tuvieron una hija, Patricia Xóchitl.
La charla con Guillén Zelaya fue larga y agradable, y la despedida fue con la promesa de volvernos a ver, pero en Cuba, en donde hablaría de lo que quisiéramos. La vida es caprichosa, y cuatro años después del encuentro en Semanario, supe que en el hotel San Francisco de la ciudad de Chihuahua había fallecido a los 57 años de una trombosis. Quienes lo vieron en esos días lo recuerdan contento porque había conseguido una donación de una gran cantidad de lápices que marcaban tenuemente los cuadernos, y ante la difícil situación de la isla, era posible borrarlos y volverlos a utilizar por otros estudiantes. Falleció el 22 de abril de 1994. El recuerdo más vívido que tengo de él es su llegada a Meridiano 107, cuando me pareció un gringo viejo.
Años después vino Patricia, su hija, y su marido, quienes se esforzaban por no hablar en cubano entre ellos para que yo pudiera entenderlos y no marginarme de la plática. Nunca les dije que agradecía el esfuerzo, aunque sólo entendía la mitad de lo que platicaban. Vinieron a visitar a sus primos y tíos de Juárez, y volvió a repetirse el deseo de visitar la isla, ahora porque Patricia me ofrecía que podía consultar los archivos de su padre, Alfonso Guillén Zelaya… Espero cumplir el deseo y aceptar la invitación.