Me invitó a tomar un café en el desaparecido Hotel Avenida, la última de tantas veces, debió haber sido hacia mediados de 1983. Él ya vivía enamorado de Rosa Elena y, con una actitud de libertad ante la vida, había tomado las decisiones necesarias para ser feliz con lo que la vida le ofrecía. Hablamos de muchas cosas y me mostró la portada impresa en cartulina couché del libro que planeaba o escribía, El Coronel, una biografía de José García Valseca.
A colores, en tamaño carta, con fondo blanco y en silueta, una escuadra, un bastón y un bombín, atractivamente distribuidos. El fondo albo hacía que los tres elementos, que retrataban la personalidad del fundador de la cadena de periódicos más importante de América Latina, resaltaran, dominando lo que sería la portada de un libro nunca terminado.
Hablando de libros, mencionó un anhelo y ofreció “mis cuatro libros” por conseguirlo, dijo (en realidad eran siete y un octavo inédito). Solo mencionaba los últimos cuatro, los de denuncia política: Confesiones de un gobernador, Los caciques, Mil días de Quetzalcóatl y El Juicio. No mencionó su primera obra, Ángel sin ojos, ni las dos siguientes que escribió siendo senador y de carácter histórico.
Solo, sin preguntas o insinuaciones de mi parte, se justificó: “Claro que los escribí a toro pasado, sé de lo que son capaces, ingenuo no soy”, me permito parafrasear. Se había enemistado abiertamente con el expresidente Luis Echeverría, con su paisano Víctor Cervera Pacheco y con el “Negro” Sansores, papá de Layda, gobernadora de Campeche actualmente.
Don Carlos Loret de Mola y Mediz estuvo muy ligado al periodismo de Chihuahua en dos etapas muy importantes de su vida y de la vida de Chihuahua. De hecho, vino a resucitar a El Heraldo tras la caída de Óscar Soto Máynez y la enorme pérdida de credibilidad del cotidiano, lo que llevó al diario Norte de don Luis Fuentes Saucedo al liderato como medio de comunicación en la capital del estado.
De Chihuahua, luego de su exitoso trabajo periodístico, el coronel García Valseca lo envió como representante de la cadena a la campaña de Adolfo López Mateos. De alguna manera, ahí inició su carrera política.
—Fue un tiro —dijo con una amplia sonrisa—. En forma consecutiva, diputado, senador y gobernador.
Efectivamente, don Carlos fue diputado federal de 1961 a 1964; senador de 1964 a 1970 y gobernador de 1970 a 1976. Estos últimos seis años lo fastidiaron. Llamaba “echebellacos” al expresidente Echeverría y sus afines o excolaboradores.
Fue, como siempre que platicamos, amable y alegre, generoso con su actitud didáctica ante mis años veinte. Recuerdo una de sus lecciones: “Describa, no califique. ¿Ya leyó Recuerdos de la casa de los muertos de Dostoyevski? Hay un pasaje que logra burlar la censura zarista cuando escribe que la mano inerte cayó con el peso del grillete, el que desde meses atrás no necesitaba. Es una denuncia de la crueldad de las cárceles zaristas”, dijo con su vehemencia habitual.
Hablamos de muchas cosas sin mucho concierto y, desde luego, de periodismo, tema ineludible en una mesa de periodistas, aunque la promesa al sentarse sea: “De periódicos no vamos a hablar”. Planeábamos mi regreso al Diario de León, donde me había desempeñado como jefe de información, y don Carlos planeaba otras tareas para mí, me anunció sin especificar.
Ya habíamos pasado por algunos desencuentros profesionales que yo abordaba con sumo respeto y tacto, y él resolvía con risas y desparpajo. Era imbatible; aun sin la razón, siempre tenía una sonrisa y una salida ingeniosa que lo sacaba airoso o, por lo menos, ingenioso.
Ángel sin ojos
Cuando llegué a trabajar con don Carlos y, ante la buena y cálida acogida, me interesé por su obra. Ya había leído Confesiones de un gobernador y Los últimos 91 días, y en una librería de viejo encontré Ángel sin ojos, la biografía del obispo Rafael Guízar y Valencia, quien apenas en 2006 fue canonizado; el primer obispo mexicano y de América Latina en elevarse a los altares.
Por cierto, san Rafael Guízar y Valencia, quien sufrió persecución con Venustiano Carranza y después en la Cristiada, es hermano de Antonio, de los mismos apellidos, quien fue arzobispo de la diócesis con sede en la ciudad de Chihuahua. Por cierto, también con ligas familiares con Marcial Maciel, de quien fue tío abuelo, y ¡oh! casualidades de la vida, de monseñor José Fernández Arteaga, quien vino a borrar la obra política partidista de monseñor Adalberto Almeida y Merino, quien siempre fue acusado de apoyar el boom panista de 1983.
En fin, recuerdo a don Carlos siempre trajeado; ponderaba mucho el vestir con esa formalidad. Un día me puse saco y, al verme, exclamó:
—¡Pero a corbata no llegó!
Por cierto, Ángel sin ojos merece reeditarse.
Después de esa plácida media mañana, acompañada de café y pastel de chocolate, ya no lo volví a ver. Por los periódicos supe de su accidente y muerte, camino a unos días de descanso en la playa con Rosa Elena, la mujer de la que estaba enamorado… Es para todos, es ley de vida, pero don Carlos “su cuerpo dejará, no su cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”. Gracias a Quevedo por los versos.