Era media mañana, de las vacaciones largas entre tercero de secundaria y primero de prepa, verano de 1973. En los últimos doce meses había pasado todo el tiempo posible en la redacción de La Crónica, diario dirigido por don Aurelio Páez, y, no obstante la diferencia de edades, me hice buen amigo de Octavio Páez, el hermano que le seguía en edad y jefe de redacción, quien a media mañana, recién rasurada la barba que le crecía abundante y rápidamente, llegó minutos después y, tras una especie de paseíllo por la redacción y saludar con cara de haber estado hasta tarde en el bar Santa Rosa, de su amigo Beto Cereceres, me soltó la invitación:
—Toño Pinedo, acompáñame a saludar a dos Jesús, hace mucho que no lo veo.
En minutos estábamos a bordo de su carro rumbo a la Cárcel de Piedra, allá por la calle Oro; aún existía un pequeño parque enfrente. Todos conocían a Octavio, las puertas se franqueaban y saludaba a medio mundo. Luego supe que había sido un destacado reportero de la fuente policiaca.
Pronto estuvimos en la oficina de don Jesús Chacón Prieto, quien vestía, como siempre, un traje negro, corbata oscura y lentes oscuros, pero sus cristales no eran impenetrables. Me recordaron el tono de los de Venustiano Carranza.
Me presentó y ambos nos sentamos en un par de sillas iguales que estaban frente a su escritorio. No recuerdo el tema de la plática que sostenía y estaba al alcance de mi oído, pero no de mi interés o entendimiento. Lo que sí recuerdo con claridad es que, en la credenza que estaba pegada a la pared a espaldas del legendario jefe policiaco, había una fotografía de Chacón Prieto en sus años veinte, uniformado de kaki con pistola en funda a la cintura y a caballo, probablemente cerca del bordo del río Bravo. Ya lucía los lentes de un oscuro mediano, como los del asesinado en Tlaxcalaltongo. Daba la impresión de querer ver sin que lo vieran. Hoy recuerdo que esa misma impresión le causó a John Reed, Carranza cuando lo entrevisto en Sonora y consigna en su libro México Insurgente.
A los pocos minutos de la charla, que no seguí, pero que fingía atender, le llamaron por una emergencia y no dudó en invitarnos a acompañarlo.
A las puertas de la Cárcel de Piedra, estaba su vehículo, un viejo y bien conservado Chevrolet 1954 color oscuro. Mi padre tuvo en algún momento uno igual, creo no equivocarme, de amplios asientos y enorme cajuela.
Por la radio le informaron y ahí sí puse atención, de un evento con un muerto a las faldas de un cerro en la colonia López Mateos. Con el tráfico vehicular de aquellos años, fue cosa de diez minutos estar en el lugar de los hechos.
Ya había por lo menos un par de vehículos policiacos y un policía joven y delgado, de los uniformados de azul. La aclaración no es ociosa porque en esos años había lo que llamaban la «Policía Secreta», quienes, vestidos de civiles, abusaban con mayor impunidad.
El policía de uniforme se encontraba parado junto al cuerpo de un joven que empezaba probablemente los veinte años, vestido de pantalón de mezclilla y camiseta de manga corta. El joven al parecer había sido sorprendido “enjaulado” en una casa cercana y, al ser sorprendido, huyó. El policía que estaba en las cercanías trató de detenerlo y, en la persecución, y confinado en su mala puntería, tuvo el desatino de disparar el arma de bajo calibre que portaba y que era de su pertenencia, como se estilaba en esos años, que ni uniformes les daban. Los dotaban de una placa y salían a la calle a ganarse la vida. Lo mismo pasaba con los agentes de tránsito, quienes tenían que cobrar su propia moto y sus uniformes… en fin.
Con don Jesús al volante, llegamos al lugar del evento y se estacionó a escasos metros del cuerpo del presunto ladrón de domicilios. Fue informado de los pormenores; era evidente el nerviosismo del imprudente policía que había jalado del gatillo una sola vez. Era una pistola cualquiera, así era: cada quien usaba la marca y el calibre que conseguía.
La enorme cajuela
Don Jesús decidió con rapidez, fue cosa de cinco, diez minutos y abrió la enorme cajuela de su Chevrolet, tipo Dick Tracy. El espectáculo me impactó: el maletero del carro estaba lleno de armas de todo tipo: escuadras, revólveres de diversas marcas, tamaños y condiciones. Eran tres capas de armas, como si fuera un edificio de tres pisos, en los por lo menos dos metros cuadrados de espacio rebosante de armas. Lo único que no recuerdo es haber visto armas largas; por otra parte, no tuve la imprudencia de examinar el contenido, prácticamente solo le eché un ojo.
Chacón Prieto, con gran cuidado y usando solamente los dedos del pulgar e índice de su mano derecha, tomó el que recuerdo como el revólver en peores condiciones de los probablemente más de cien que contenía la cajuela, lo lanzó frente a todos, sin ningún rubor ni advertencia y simplemente preguntó:
—¿Y este por qué andaba armado?