Mientras decidimos qué candidatura es más insoportable, nos enfrentamos a la verdad o quizás, a la no-verdad de los torrentes de información que bombardean sin parar al público, en el que se encuentran, los posibles votantes para las elecciones siguientes. Las noticias falsas, la «pos-verdad», las mafias del poder y las teorías conspirativas en torno a los medios informativos más tradicionales han colmado al lenguaje e imaginario de toda una terminología que niega cada vez más el valor monetario y social de la verdad y aceptando que la no-verdad es más tangible y útil.
Todos opinamos y somos de esta manera, parte de una guerra cultural en el que los bandos parecen luchar más por el control de esta no-verdad que de la otra.
Estos fenómenos no son tan novedosos como lo son sus medios y herramientas. Por supuesto que la difamación de personas u organizaciones, así como la «viralizacion» de rumores y chismes no son ninguna novedad. No son artificios malignos de las redes sociales o el internet. Como suele suceder, el espanto, la moda o el llamado «mame» proviene de la impresión que causan estos neologismos, palabras compuestas o rescatadas del pasado o de otros idiomas. Por una razón la sorpresa es exótica para la historia.
La denuncia es, por otra parte, más útil que el simple espanto. No hay que dejar denunciar y contradecir con argumentos esta proliferación de no-verdad. Hay casos en los que la reacción es natural, como sucedió semanas atrás cuando un diario de alcance nacional reportó que el precandidato del PRI «dio el ejemplo» a su equipo de campaña al comer una torta con las manos y no con cubiertos como lo hacían ellos. Material invaluable para humoristas y caricaturistas. O también cuando la prensa nacional llenó sus primeras planas con interpretaciones incoherentes y pretensiosas de la Caravana de la Dignidad emprendida por el gobernador de Chihuahua, Javier Corral. Y más recientemente aún, el maquillaje que algunos medios dan a la fuerza policíaca implicada en el caso del estudiante de preparatoria Marco Antonio Sánchez Flores. Caso en el que el término «desaparición forzada» parece ser lo más adecuado al observar cuántas tinieblas hay alrededor de su arresto y las condiciones de esta. En estos casos las denuncias sobre la «basura mediática» caen por su propio peso.
Basta con poner atención a las cajas de comentarios de cualquier sitio dedicado a noticias, análisis político, reportajes, entrevistas, reseñas, opinión, etc., para ver que la denuncia de ignorancia, de omisiones, de creadores de contenido chayotero es numerosa, inclementes y «lapidarias» como se quejó recientemente Peña Nieto.
Pero la realidad sobrepasa estos nichos y puntos de encuentro entre medios y público. Las fakenews (término al que tenemos que acostumbrarnos de una u otra manera) son el estandarte de este imaginario de la no-verdad. Su origen y potencial parecen ser determinados en mayor medida por el azar que por otros aspectos, y siendo su objetivo la desinformación, el caos, la calumnia, el impacto emocional y la distracción (objetivos para nada nuevos) no debe sorprender tampoco que se logre a menudo.
Derrumbar estas fuentes de no-verdad es relativamente sencillo. Basta con preguntar qué, cómo, dónde, cuándo y quién dijo o publicó tal o cual cosa. Sin embargo, la inmediatez y el alcance de la información en 2018 no da oportunidad a los necesarios cuestionamientos. Dejando la vía libre para el insulto, el anonimato y los arrebatos emocionales. No contribuir con la marea es un inicio pero es insuficiente.
No hay que olvidar que la verdad, entendida como un producto de la cultura y de las relaciones sociales, surge también de la tensión entre los estratos de la sociedad. Y aquí en México tenemos nuestros propios dolores de cabeza respecto a esto. El desastre la violencia interminable en México ha puesto de rodillas el concepto de la «verdad histórica». Terminajo que tuvo su aplicación cuando se dio el carpetazo a la catástrofe de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa. La «verdad histórica» se convirtió en un símbolo de la inmensa impunidad que aparenta ser el elemento articulador de la vida pública en este país. Este tipo de verdad aparece cuando en un contexto normativo (como una investigación penal), una autoridad establece una versión final de los hechos que se vuelve oficial y articulador de la memoria e identidad en una sociedad.
Otra de las «verdades históricas» que se conoce en México es la de la victoria indiscutible de los candidatos tras las elecciones. Ésta «no-verdad histórica» (¿nota lo fácil que es distribuir estos dizques neologismos?) del candidato ganador lo hemos atestiguado como sociedad una infinidad de veces. Salinas de Gortari, Calderón, Peña Nieto, Alfredo del Mazo son unos cuantos ejemplos de esto. Sería inadmisible asegurar oficialmente que vivimos en un gobierno no elegido por el pueblo, por lo que la legitimidad se construye alrededor de todos esos elementos que contribuyen con la «verdad histórica» de la victoria en las elecciones.
Previo a las votaciones y sus esotéricos procesos de conteo, una herramienta para legitimar las elecciones son las dichosas encuestas llevadas a cabo durante las precampañas y las campañas. Estas fundamentan la supuesta preferencia de la mayoría, dando una base «sólida» a la victoria o derrota de uno u otro candidato. Al observar el gran esquema del proceso de elección, metemos en la ecuación a esta herramienta que para nada demuestra la preferencia de la mayoría, tan sólo se emplea para observar la tendencia en un grupo específico, de un contexto particular de la sociedad. Hay que aprender a leerlas, a estudiar las tendencias, los cambios y las continuidades, y finalmente aprender su lenguaje y la importancia de entender los promedios. En enero, la revista Nexos publicó una «guía» de diez puntos para leer las encuestas electorales, escrita por Rodrigo Castro Cornejo, no dejen de leerla tanto para aprender a leer estas herramientas como para vislumbrar el tamaño del problema de esta marea de la no-verdad.
Las encuestas no son, evidentemente, el problema, pero su uso y elaboración suele cargar con pretensiones de dirigir la opinión pública y a largo plazo, construir la verdad histórica de la victoria de la candidata o candidato ganador. Estamos a tiempo para opinar con argumentos y hechos.
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