Nuevamente, como sucedió en el terremoto de 1985, la sociedad civil reaccionó antes que las autoridades. En la colonia Nueva Oriental Coapa, al sur de la Ciudad de México, el derrumbe de un colegio particular activó a una sociedad que reaccionó sin dudar ante la emergencia. Esta es la crónica un día después de la tragedia.
Luz del Carmen abraza a su nieta de dos años y mientras cuenta cómo vivió el terremoto, mira hacia la nada. A tan solo 50 metros de su casa, en el colegio Enrique Rébsamen —donde hace tiempo estudiaron sus hijos— varios niños están atrapados en un edificio colapsado por el sismo. Ningún miembro de la familia de Luz ha dormido en más de 24 horas, ellos y otros vecinos fueron de los primeros en acercarse para remover los escombros y ayudar a salir a los alumnos del colegio.
Ahora, el garaje de la unidad habitacional en la que vive se ha convertido en un centro de acopio.
«Estamos tristes porque a una niña, hija de una amiga de nosotros, la acaban de sacar… la acaban de sacar muerta», dice con voz entre cortada y aguantando el llanto. El tiempo no se detiene, nadie se detiene. Alrededor jóvenes y adultos separan víveres de medicamentos, herramienta de artículos de higiene personal, paramédicos, policías, rescatistas, soldados, voluntarios, entran y salen de la zona acordonada para restringir el paso al edificio destruido. Es apenas el primer día después de la catástrofe.
Óscar Arteaga, vecino de la colonia Nueva Oriental Coapa, rememora el derrumbe. Sucedió durante el sismo, se escuchó el estruendo e inmediatamente quienes estaban en las calles aledañas corrieron hacia la escuela. La mayoría de los estudiantes —niños de kínder a secundaria— que lograron salir corrían en sentido contrario. A la media hora, cientos de voluntarios removían escombros, socorrían a los sobrevivientes. Dos horas después, aparecieron las primeras autoridades. Llegada la noche, Óscar comenzó a escuchar las sirenas de las ambulancias que trasladaron a los rescatados a hospitales, y a las personas que gritaban y registraban sus nombres.
Una de ellas era Elena Villaseñor, quien vive a dos cuadras del colegio. Acompañada por sus tres hijos y un grupo de voluntarias, Elena montó en el camellón de la avenida División del Norte un tendedero de árbol a árbol, de él colgó cartulinas en las que enlistaron los nombres de los alumnos a salvo, rescatados hospitalizados, desaparecidos, fallecidos. La información llegaba de la zona del colegio derruido garganta a garganta y las personas se acercaban para avisarles «encontramos a X» y ellas registraban. Eran padres de alumnos y maestras del colegio. Así sucedió durante horas. Hasta las 11:30 de la noche, Elena y las voluntarias recibieron la última lista y las autoridades establecieron una dirección para solicitar información oficial: avenida de Las Brujas, #13.
Es la tarde después del terremoto y el sol al sur de la ciudad está en su punto más alto. Dos voluntarias salen del restaurante Fukn’ Delicious en División del Norte y agradecen al dueño, Diego Durán Carrera, por dejarlas utilizar el baño.
Han pasado 24 horas del sismo de 7.1 grados que sacudió la Ciudad de México. Diego y los trabajadores del restaurante decidieron regresar al lugar, que se encuentra a un par de cuadras del colegio Enrique Rébsamen, colapsado.
—Venimos a abrir para darle resguardo a quien lo necesite, a quien quiera ir al baño, agua, comida, un espacio para que la gente de protección civil, los policías vengan y se sienten, aprovechen para darse un respiro —dice Diego.
Roberto Cruz trabaja en el restaurante, pero hoy vino a ayudar. Él, igual que otras personas cerca del colegio al momento del terremoto, escuchó el derrumbe y siguió a la gente que corría hasta el lugar en ruinas. Sacó a una niña de 12 años en brazos.
—Estaba bien, con algunas raspaduras, pero en shock —cuenta Roberto. De ella no supo ni el nombre, la dejó en un lugar seguro y luego volvió a los escombros para ayudar a alguien más.
Unos 500 metros más adelante, misma avenida esquina con Acoxpa, el estacionamiento de una plaza comercial sirve de centro de acopio. Delia Hernández Galván y sus compañeros de trabajo en Café la Selva están recibiendo víveres y preparando alimentos que distribuyen a diferentes puntos de la ciudad en donde hay labores de rescate.
Minutos después del sismo Delia también escuchó que la escuela se había caído y corrió con otros compañeros del café para intentar ayudar. Entre los niños que salían del polvo y los escombros pudo reconocer al hijo de una vecina, un estudiante de secundaria que aparecía con la piel y la ropa blanca por el polvo. Desde ese momento, no ha parado de ayudar.
Y es que tampoco para el movimiento de personas, hay cientos haciendo cola para dejar las donaciones; filas de carros y camionetas esperando para poder descargar la mercancía que decidieron aportar para la emergencia. Una familia empuja un carrito desde el supermercado ubicado a un par de cuadras, llevan agua, enlatados, papel de baño. Un grupo de jóvenes descienden de un vehículo con palas, picos, herramienta recién comprada. Una camioneta cargada de trabajadores de la construcción se estaciona sobre el camellón porque el tránsito no avanza y los pasajeros, con chaleco naranja y ropa desgastada, hacen fila para poder pasar un cordón de seguridad que delimita la zona de riesgo.
En este sitio no sólo está la escuela derrumbada, a la redonda hay al menos otros tres edificios que en el transcurso de la tarde fueron desalojados. Uno en la esquina de División del Norte y Hacienda de la Escalera está a punto de colapsar y, mientras personal de protección civil coloca columnas de madera para apuntalar la estructura, los inquilinos arrojan sus pertenencias por las ventanas y sus familiares en la calle las recogen en bolsas de basura que amontonan en carros hasta que ya no caben más. El edificio pareciera sostenerse con alfiles. Las familias se postran frente a él a mirar su patrimonio irremediablemente perdido.
La colonia Nueva Oriental Coapa es una de clase media, una renta en este edificio a punto de colapsar ronda los 12 mil pesos, 150 días de salario mínimo en México. A una cuadra, alrededor del parque Prado Coapa, los vehículos estacionados son de modelos recientes, varios de lujo.
Fidel Núnez es vecino de la colonia Prados Coapa y cuenta que, al llegar a la zona del desastre, eran cientos las personas que ya apoyaban. Aún no llegaban las autoridades y la gente removía con las manos y sin equipo los escombros. Lo seguirían haciendo, pero llegó la Marina y los rescatistas y los sacaron del lugar. Aun así muchos, como él, se quedaron a acarrear donaciones durante la madrugada.
A un día del terremoto, la noche vuelve a caer y los rescatistas, en medio de la lluvia y el frío, siguen excavando en búsqueda de sobrevivientes. Los reflectores de los medios de comunicación nacional e internacional apuntan al rescate de tres niños detectados por el escáner con sensor térmico del ejército.
Este trabajo forma parte del proyecto Pie de Página, realizado por la Red de Periodistas de a Pie. Conoce más del proyecto aquí: http://www.piedepagina.mx.
México se une contra el dolor
La solidaridad de los mexicanos emerge con fuerza tras el terremoto de magnitud 7,1, que ha dejado más de 230 muertos
JAVIER LAFUENTE
El México bravo que afronta las adversidades emergió con fuerza de nuevo un maldito 19 de septiembre. El mismo día en que se cumplían 32 años desde la mayor tragedia de la historia reciente del país, otro terremoto sacudía a la capital y a varios Estados cercanos. Más de 200 personas han muerto y decenas de edificios han quedado reducidos a escombros. Una macabra coincidencia, la de la fecha, a la que respondieron los ciudadanos con la misma entereza que ya exhibieron hace tres décadas. Los momentos de pánico inicial tras la sacudida de magnitud 7.1 dejaron paso a un aluvión de solidaridad, una comunión espontánea con la que tratar de minimizar el dolor. La capital mexicana se echó a la calle con un solo propósito: ayudar. Ayudarse.
Ciudad de México se topó con su peor pesadilla. Un terremoto de magnitud 7.1 sacudió al país pasada la una de la tarde. Al menos 238 personas han fallecido en distintas zonas —108 en Ciudad de México, 69 en Morelos, 43 en Puebla, 13 en el Estado de México, cuatro en Guerrero y uno en Oaxaca—, según las autoridades, que no descartan que la cifra aumente con las horas. El sismo se produjo 12 días después del de mayor magnitud (8.2) en 85 años y que provocó la muerte de un centenar de personas en Chiapas y Oaxaca. El de este martes fue menor en intensidad, pero el hecho de que el epicentro estuviese más próximo a la capital —unos 100 kilómetros— provocó que los daños sean mucho mayores. Los servicios de telefonía y electricidad, se colapsaron. Decenas de edificios se vinieron abajo, entre ellos dos escuelas. En uno de los colegios murieron al menos 32 niños y cinco adultos.
Como cada 19 de septiembre, Ciudad de México amaneció con el recuerdo del terremoto de hace más de tres décadas. Y como suele ser habitual ese día, se realizó un simulacro de evacuación en Ciudad de México. Dos horas después del ensayo, las alarmas sísmicas no saltaron. La mayor parte de los sensores están situados en zonas costeras, no en el interior del país, donde se registró el epicentro. No hubo fallo técnico, según fuentes oficiales: el temblor no se pudo detectar a tiempo para que la población abandonase el lugar en el que se encontraba para ponerse a salvo.
Ciudad de México es ahora una ciudad herida que vibra con la solidaridad de sus vecinos. Si algo ha marcado a la capital mexicana fue el sismo de 1985, en el que murieron más de 10,000 personas. Es constante escuchar hablar de la solidaridad de entonces, de cómo la capital se volcó por buscar supervivientes, de ayudar a las víctimas. Lo hacen muchas veces como si se tratase de una reliquia del pasado, algo que no iba a volver ocurrir, no ya porque la ciudad no fuese a sufrir otro terremoto, sino porque las cosas, el país, habían cambiado. Entre tanto escombro, México volvió a dar, se volvió a dar, una lección. Fortaleció la idea de que si este país no se va a ir al garete, por mucha corrupción e impunidad de sus autoridades o por la violencia que resquebraja al Estado a pasos agigantados, es por su gente, la que junta fuerzas para levantar de nuevo la ciudad, que es una forma de levantarse a ellos mismos.
Improvisación efectiva
«Nos unimos en las adversidades», aseguraba Claudia García, de 28 años, mientras, apresurada, trataba de instalar una mesa con alimentos en la Avenida Ámsterdam, en pleno corazón de La Condesa, uno de los barrios más golpeados por el temblor al tratarse de una zona cenagosa. Exactamente igual que hace 32 años. A un paso de ahí, un reguero de gente formaba una cadena humana que se prolongaba cientos de metros hasta llegar a la esquina de la calle Laredo, donde se derrumbó uno de los edificios. Cubos repletos de escombros se movían en perfecta armonía. Nunca la improvisación fue tan efectiva. A través de las redes sociales, por WhatsApp, en los centros de acopio instalados, los ciudadanos dieron una lección a las autoridades al dar el primer paso. Sin esperar. No había tiempo.
El terremoto golpea al país cuando aún no se ha recuperado del sismo de hace 12 días. Las víctimas de los Estados de Chiapas y Oaxaca, dos de los más pobres del país, aún esperan que les llegue la ayuda prometida. El reto para el Estado se multiplica. El presidente, Enrique Peña Nieto, convocó al Comité Nacional de Emergencias y anunció el despliegue de 3,000 militares en la capital.
La comunidad internacional se ha volcado en apoyo a México. Los mensajes de respaldo de los líderes mundiales no han cesado. Tampoco el del mandatario que más ha humillado a los mexicanos en el último año. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que tardó tres días en solidarizarse con México tras el terremoto de hace dos semanas, escribió un tuit de apoyo el martes 19 y habló el miércoles con Peña Nieto por teléfono, según confirmó la Casa Blanca. A la misma hora, ajenos a las derivas diplomáticas, los servicios de rescate se apuraban por encontrar supervivientes entre los escombros, que cargaban miles de vecinos.
Los gritos de ánimo sólo se veían silenciados cuando uno de los especialistas levantaba un puño. Es la señal para que todos callen y poder escuchar si hay vida allá abajo. Una pausa a la que casi siempre acompaña un estruendo generalizado: « ¡Viva México, cabrones!».
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