La capacidad de compra de un salario de reportero a principios de los ochentas en la ciudad de Chihuahua, daba para ir a comer a La Calesa un poco más que de vez en cuando. En mis últimas visitas al apreciado restaurante sus precios me insultan, me gusta pero no es para tanto, no sé en qué momento sucedió, se volvió prohibitivo o por lo menos exagerado.
Conocí el lugar y aprendi a apreciarlo de la mano de Alejandro Irigoyen, quien era bueno para comer, en el sentido de la cantidad, sabía comer, apreciaba el buen platillo y la variedad de sus sabores.
El maestro Irigoyen me enseñó que la mitad de una buena comida era la compañía, de ahí que en su mesa no se sentaba cualquiera.
Dice el omnisciente relator de Las aventuras de un humilde cruzado, novela del italiano Franco Cardini, que Romondino di Donnuccio, principal personaje de su obra, a la que llegué por mi cuenta y la acotación no es ociosa, ya que a muchos libros capitales en mi vida llegaron de la mano de Alejandro —como jamás me dirigí o referí a él en vida—, dice el relator: “eran tiempos difíciles, como son todos los tiempos”, es por esto que el maestro me invitaba a comer casi de manera cotidiana o bien preguntaba: “¿señor Pinedo hay chelines para ir a comer o vamos a un tragadero?”.
La diferencia era muy simple: comer, era ir a La Calesa, conexos y similares, y tragar, era acudir a saborear una modesta y riquísima comida corrida justo al lado de la redacción de Norte en el primer piso o alguna burrería o alguna fonda de las que aún hay muchas en el centro de Chihuahua.
En otra ocasión relataré cómo me prohibió y he acatado por casi cuarenta años la orden de no comer chop suey o bien me referiré a su paciencia para hacerme apreciar el sabor del kipe, en algunas de sus muchas enseñanzas culinarias.
Fueron muchas las veces que disfruté comer con él y oírlo hablar de libros y de música, de (Carlo) Gesualdo, y el sonido 13, sangriento asesino y sobrino nieto de san Carlos Borromeo y del papa Pío IV. Gesualdo era constante en su plática por ser un adelantado a su tiempo. Las comidas siempre eran grandiosas en la compañía y charla del Maestro Irigoyen, como me dirigía y refería a él en vida.
Fui testigo de su buen trato y generosidad con los meseros, sus propinas aun cuando no salían de su bolsillo eran más que suficientes, el maestro Irigoyen era desbordado en los sentimientos y pasiones y también en las pequeñas cosas, como lo es una simple propina.
Todavía escucho cuando siendo yo quien pagaba la cuenta, él con gesto majestuoso y voz de mando sugería-ordenaba:
“Más”, en los momentos en que con su propia mano revisaba la propina que yo siempre calculaba en algún 15 por ciento.
“Más”, repetía si la cantidad no lo dejaba satisfecho. Yo aumentaba a un 20 por ciento o poco más la cantidad y el volvía a repetir “más” y ya cuando superaba con creces el 30 por ciento, comentaba con naturalidad:
— Sea generoso, yo vengo muy seguido aquí y me gusta que me traten bien. M
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