En apariencia «post-truth» o «posverdad» (su traducción generalizada) es un artilugio de la postmodernidad, lo cual es en parte cierto. La ambigüedad de su definición sugiere que el neologismo fue creado para levantar cejas por su carácter sensacionalista, pero vayamos por partes. El prefijo «post» en la palabra no indica un tiempo posterior a algo, es decir, la palabra no alude al momento que está después de la verdad como lo dice el vocablo a simple vista. La palabra se ha utilizado para referirse a una situación en la cual, las llamadas a la emoción y las creencias personales se ponen por encima de los hechos objetivos en los procesos de formación de la opinión pública. Esta palabreja no es un producto directo de la postmodernidad pero sí que guarda su espíritu.
Durante la campaña de Trump hubo una gran batalla mediática en la que se utilizó, entre otras, el arma de las «fake news» (noticias falsas y sensacionalistas que aprovechaban la fugacidad y capacidad para viralizar de las redes sociales) y debilitar así la formación de opiniones informadas. Sus encabezados llamativos movían emociones pero llegaban hasta ahí por su vacío de fundamentos y seriedad. Esta situación ha propiciado el uso de esta despampanante palabra. Es común ver en Facebook esos extraños títulos que informan cosas como el asesinato de Peña Nieto o la nueva fuga del Chapo después de su extradición. Unos, tienen la intención de burlarse de la verdad presentando noticias bizarras como hechos comprobados para causar gracia, otros, buscan extender en la medida de lo posible los hechos comprobados al sacar frases de su contexto, apelar a los aspectos espinosos del tema, abusar de la corrección política, agregar imágenes sugerentes y poco relacionadas o simplemente presentar más opiniones (muchas veces son simples prejuicios redactados) que datos periodísticos.
Es cierto que las mentadas redes sociales han facilitado el surgimiento masivo de la «posverdad», tanto así que el Diccionario de Oxford la colocó como la palabra del 2016, pero esto ya ocurría antes, mucho antes. Me parece que la podemos ubicar por lo menos con la aparición del amarillismo o incluso tal vez en los primeros usos de la propaganda bélica. Sin embargo, inventar una palabra aunque no sea necesaria y aporte poco, suele generar grandes debates e incluso perfilar el inicio de algo «nuevo», como el descubrimiento de un fenómeno social o de una corriente de pensamiento. Sin mencionar que quien la haya inventado, gana fama instantáneamente.
La «posverdad» es un reflejo de pereza mental y opiniones superficiales. No deja de aparentar ser un simple eufemismo de mentira, media verdad, realidad exagerada o simple tomada de pelo. La sed insaciable de «clics» (ahora vital motor para la monetización de contenidos) hace más importante compartir el encabezado de lo que sea, que atender el resto de la nota que a veces no tiene autor o aclaración de su procedencia, como si las palabras aparecieran de alguna esquina esotérica e incomprensible de la red, efecto parecido que provocan las «decisiones» del mercado. Los portales de noticias recaudan principalmente de la publicidad y cada «clic» implica que el lector atienda dicha publicidad, por lo que el objetivo es atraer «clics» y los siguientes pasos sean excedentes. Esto no es nada nuevo, sólo cambio el medio. Pero ahora la realidad ha sido reducida a unos cuántos caracteres escritos por cualquiera. Las redes democratizaron la libertad de expresión pero se tergiversó muy pronto y pronunciadamente, tanto que sólo importa entrar, dar de gritos virtuales, voltear la mirada y ver lo que sigue. Después de todo aquella verdad consumada o no, perderá vigencia ¡en cuestión de minutos! ¿cuál es objeto de comprobar una nota mañanera que para la noche del mismo día acaba siendo obsoleta? Ante tal fugacidad la verdad queda sobrando. Por lo pronto, sugiero entender pero no abusar de esta palabreja, tal vez mañana forme parte de las «fake news».
Aunque la verdad suena a un objetivo imposible hay que buscarla, sólo así se llega a una opinión auténtica. No podemos librarnos de los prejuicios pero si hacernos conscientes de ellos y dosificarlos. Tan sólo plantear la cuestión ¿quién dijo y dónde se dijo? Puede derrumbar con facilidad los castillos de arena de una generación donde el arte, la verdad y los ideales llevan décadas supuestamente muertos. Tal vez mi desencanto por la «posverdad» provenga de un simple prejuicio, por lo que aprovecho para replantear mi desencanto. El problema no es la palabra, sino la situación a la que alude, una situación donde las emociones de choque ante una realidad francamente bizarra nos abruman y nos saca de nuestras casillas sin mucha dificultad.
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