David Quintana. reseña/critica
¿Sobrevalorada?, quizás; ¿mala?, para nada; ¿trascendental?, esta es la cuestión más importante e interesante de discutir sobre la última cinta de Damien Chazelle. Los desencantos de la posmodernidad también llegaron al séptimo arte y aquellas promesas e ideales del mundo moderno se cambiaron por la melancolía, el realismo y la toma de consciencia de lo diminuto que somos en este mundo de más de 7,000 millones de habitantes. Así, el cine también contribuyó a recordárnoslo y en esa transición, el género musical salió bailando aunque no se extinguió por completo.
Recientemente hemos visto algunos retornos como el remake de Los miserables (Tom Hopper, 2012). Los musicales fueron recordatorios de ese mundo ideal de los sueños cumplidos, los amores de cuento de hadas y de la necesidad de ser tan feliz como para bailar y cantar en todas partes sin importar el momento.
Después de la intensa Whiplash (2014) Chazelle nos da una trompada en nuestras cínicas caras con La La Land: una historia de amor, en la que Sebastián (Ryan Gosling) y Mia (Emma Stone) tiene que luchar por sus sueños. Ella quiere ser una actriz que hace cosas grandes para que la tomen en serio; él lucha desde su trinchera purista por mantener viva la llama del jazz tradicional. Y mientras tanto caerán en un romance que los llevarán por caminos de alegría y desdicha. He de admitir que el título y el argumento estuvieron por ahuyentarme, sin mencionar mi subjetiva aversión por los musicales. Pero como muchos, me acerqué a esta cinta por los comentarios enormes que le hacían.
Como bien se ha señalado varias veces en La La Land se parte de un cine clásico, anterior e idealista pero su ejecución usa herramientas contemporáneas. Combinación que aparentemente se está poniendo de moda y para bien mientras no llegue al exceso. Toda la música usada es original. Escrita por Justin Hurwitz quien también trabajó como compositor en Whiplash, le da muchos puntos al metraje.
Construye una ilusión tierna y prometedora, llena de un espíritu que sólo se puede hallar en los musicales de antaño. Creerás que conoces las canciones y si cierras los ojos tal vez tu memoria engañe y te lleve a otros filmes. El tema de los protagonistas se quedará contigo. Combinado esto con una fotografía de Linus Sandgren que se comporta como los días y las noches: va y viene entre los cálidos y los fríos, ofreciendo un montón de postales que chiplean a la vista.
El desarrollo de la historia ofrece un delicado y bien recibido equilibrio entre el romance predecible y el realismo melancólico. Una vez más, vamos y venimos entre percepciones diferentes del mundo, partimos de un espacio al que no le creemos para ir un sitio del que no podemos salir. Se agradece harto que el director no se quedara en el pasado. Esto hubiera roto para mal a todo el conjunto y, en definitiva, Chazelle tomó en cuenta a su público del siglo XXI para dar con la justa medida a un argumento trillado y predecible. Logra hacer que importe poco que lo veas venir.
Otro de los aciertos de la dirección al contar esta historia es que no se limita a explicar con diálogos. Se reduce el desarrollo a la exposición, como debe ser el cine, cerrando Los Ángeles a un círculo diminuto donde sólo caben Mia y Sebastián. El número de canciones (que oscila entre rítmico jazz y orquesta enternecedora) no es abrumadora ni se siente forzada. Al igual que las danzas, llegan cuando el diálogo ya no da más para expresar las emociones y se recurre al canto y al chacoteo de bote. Estos no guardan una gran rimbombancia, pero sin caer en el simplismo.
Entretenidos unas veces, espectaculares el resto.
Gosling y Stone consiguen una gran química y le sacan la vuelta a la vereda por donde se pudo empantanar la historia. El conflicto de la cinta no es un rompecabezas: hay que tomar decisiones cuando se busca la felicidad y a veces los sueños no son compatibles con otros, en resumen, no existe la felicidad completa pero hay que buscarla a pesar. La magia de La La Land: Una historia de amor no reside en esto, sino en esa necesidad, en esa sed y urgencia de experimentar el arte y, que nadie nos enseñó a identificar. Dos soñadores que buscan oportunidades de resaltar y entrar al estado pleno en este mundo feroz y competitivo por vías donde el «arte por amor al arte».
Temo que ha impactado tanto esta cinta porque en el fondo apela al hambre por el placer estético, por la vivencia artística, por cambiar nuestra necedad de vivir para consumir y consumir para vivir y de esto hay consciencia en la película. Si logra la trascendencia no es porque se haya descubierto el hilo negro (Chazelle no escatimó en guiños y referencias) sino porque llegó en un momento en el que se esperaba (o tal vez no tanto) un largometraje con una secuencia de danza aérea, donde dos sombras elegantes llevan a cabo un vals vienés entre nubes y estrellas logrando un efecto que evidentemente se extrañaba.
Si no le gustan los musicales, dele una oportunidad, podría llevarse una grata sorpresa puesto que calidad y corazón no faltan en una cinta que revisa el género musical y se planeta cuestionamientos sobre la necesidad o la defensa del arte.
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