«Estar muy cerca del fuego propicia que te dañen o te quieran eliminar, Es que te acercas mucho al toro. Ten cuidado». Julio Scherer García, cálido como fue siempre en su trato con el enorme cartonista Rogelio Naranjo, le recomendaba. Naranjo escuchaba y agradecía el consejo del legendario director de Proceso, pero nunca se desvió un ápice de su estilo aguerrido, profesional, ético y comprometido.
«No sé si un día vamos a poder medir hasta donde llegan los riesgos que uno corre al escoger la profesión. Uno hace lo que tiene que hacer, punto» –decía Naranjo. Y así lo hizo siempre, hasta el final de su vida, ocurrido el pasado viernes 11 de noviembre en la Ciudad de México. Un infarto la causa.
Siempre me ocurre: cuando pienso en personajes valiosos y ejemplares como Rogelio Naranjo, no puedo evitar voltear a ver el reverso de la moneda.
En la entrega anterior, nos referimos a aquellos «chinguetas» cuyo comportamiento anti ético y vergonzante denigra al periodismo. Dijimos también que esos personajes obscuros que conocí al inicio de mi travesía por el oficio hace más de tres décadas, mucho de ellos siguen activos y, agregamos aquí lo más grave: una parte importante de la nueva camada de jóvenes periodistas han tomado tan pernicioso ejemplo, para convertirse juntos en una suerte de plaga nociva que se resiste morir.
No sé por qué, acaso por ingenuo o iluso (o por pendejo, como me han calificado algunos), siempre he querido pensar que los cartonistas nos cocinamos aparte, que nosotros estamos al margen de aquellos que sucumben a la tentación de vender su conciencia y dignidad al poder en turno. Tal vez porque, los referentes de mi juventud, fueron justamente Naranjo y Rius.
Moneros irreverentes ambos, entrones, agudos e implacables contra los poderosos, en una época en que la censura en los medios era brutal y la represión gubernamental feroz.
Para fortuna nuestra, ahora los tiempos han cambiado y las circunstancias son distintas. Hoy gozamos de una relativa libertad para expresarnos, de manera que para los caricaturistas que hoy utilizamos un tono alto y contestatario al realizar nuestro trabajo no constituye mayor mérito. El mérito es, en todo caso, de aquellos que nos antecedieron y que nos abrieron brecha.
Sin embargo, con todo y eso algunos colegas se distinguen hoy por su afán en enseñar el cobre de manera por demás grotesca y vergonzosa. Mencionar nombre no tiene sentido. Ellos, que seguramente leerán esto, se darán por aludidos.
Recuerdo, por ejemplo, aquella ocasión en la que se me ocurrió invitar a estos colegas al programa de radio conducido por mí para tratar el tema del atentado contra nuestros colegas franceses, asesinato perpetrado por un grupo de terroristas islámicos.
La convocatoria se extendió a todos, pero sólo tres la atendieron. De última hora, un tercero canceló porque, dijo, «no es ético que participe en un programa de radio en una empresa distinta a la que participo», (el colega alternaba su labor de cartonista con la conducción radiofónica). Total que, al final sólo quedamos tres para establecer la mesa de discusión.
El tema original del atentado se frustró repentinamente cuando, entre comerciales, uno de ellos me pide que le muestre el cartón que traía en mis manos y que estaba destinado a Antonio Pinedo para su publicación en Semanario. El tema era la corrupción del entonces gobernador César Duarte.
En el dibujo aparece la figura de un César Duarte regordete, jalando un carrito de juguete de remolque, como aquellos con los que jugábamos en nuestra niñez. Encima del carrito va una enorme bolsa llena de dinero. En el «globo» Duarte dice: «En serio que no me fijé quién puso ahí tantísimo pinche dinero».
La provocación surtió el efecto esperado. Uno de ellos sólo sonrió y, el otro, visiblemente contrariado, me cuestionó:
–¿Y quién te va a publicar eso?
–Toño Pinedo, en Semanario
–Uuuuh…
Una vez al aire, mis compañeros de inmediato coincidieron entre sí y adoptaron una posición contraria a la mía. Hicieron causa común para defender con enjundia a Duarte quien, según sus dichos, estaba siendo víctima de ataques calumniosos y difamatorios de «una de chismosos», encabezados por Jaime García Chávez y Javier Corral.
Hubo momentos en que la discusión se tornó álgida y rasposa en la que, incluso, los tres alzamos la voz.
–Te estás excediendo, Lazos –me dijo uno– Lo estás condenando a priori, sin que haya un juicio previo.
–Eso es verdad –terció el otro– Además yo creo que hay que darle el beneficio de la duda al señor gobernador. A lo mejor de veras no se fijó lo que firmó.
–¿Qué, qué? ¿Estás hablando en serio?, pregunté.
–Sí claro… ¿Por qué no? Hay que darle el beneficio de la duda.
Mis argumentos toparon con pared. De nada valió que yo acudiera a la información difundida, sobre todo a través de las redes sociales (la mayoría de los medios un silencio comprado) en los que se daba cuenta de innumerables indicios y evidencias de la corrupción de Duarte.
Me referí a los incontables casos en los que se ha demostrado de que no siempre lo legal es justo. «Legalidad no es sinónimo de justicia», le dije.
Hablé de la complicidad histórica del poder del Estado para exonerar y proteger a delincuentes y depredadores sociales, corruptos de la peor ralea, como Raúl salinas, Emilio Gamboa, Humberto Moreira, Romero Deschamps, Videgaray, Osorio o al mismo Enrique Peña Nieto, por citar sólo unos nombres. Todos exculpados por la ley, pero sentenciados culpables por la justicia.
Con líneas de teléfono abiertas al público, ni las opiniones de la audiencia en su gran mayoría coincidentes conmigo, modificaron su postura.
La defensa a ultranza de mis compañeros a Duarte me pareció grotesca, patética y vergonzosa. Concluido el programa me preguntaba cómo era posible que un sector del periodismo tan admirado y reconocido por muchos por su desempeño quijotesco, puntilloso, implacable y sin concesiones contra los molinos del poder del Estado, habían descendido a niveles tan bajos.
Caso de inmediato encontré la respuesta. Caí en cuenta que ambos estaban al servicio del gobierno del estado de Chihuahua. Al tiempo que le vendían sus servicios de «asesoría política», también le ofertaban diversos proyectos en materia de publicidad y mercadotecnia.
Incluso uno de ellos, durante la rebatinga priista entre César Duarte y Héctor Murguía por quedarse con la candidatura al gobierno del estado, llegó al grado de aprontársele a Duarte llevando consigo una gruesa carpeta bajo el brazo, conteniendo los cartones publicados en los que tomaba partido por él, al tiempo que golpeaba a su adversario y correligionario, apodado «Teto».
–¡Salve! ¡Oh, César! Estoy contigo ¿eh?
Esta es una característica propia de estos chinguetas; golpear estirando la mano, o lambisconear y agacharse, esperando como recompensa, dádivas o migajas miserables.
Triste destino el de ellos. Indigna y hueca la existencia de estos chinguetas que, parafraseando a don Julio Scherer García: viven la vida que desprecio.
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